BEIJING.— Después de varios meses de un invierno que los expertos calificaron como el más cálido en los últimos cincuenta años en la República Popular China, llegó la primavera. Para quienes las bajas temperaturas llenaron de grises el ánimo, el colorido traje que ahora viste la naturaleza de este lado del mundo es una fiesta total.
Las flores y los artilugios de sus colores pueblan la capital. Los espacios abiertos disfrutan el lento y majestuoso revestimiento de sus árboles. El espectáculo intenta ahuyentar fantasmas y añoranzas. No es posible, aunque fascina.
En las ruinas del Antiguo Palacio de Verano, en el corazón de Beijing, la primavera se antoja especial. Entre los vestigios de lo que fuera el lugar de descanso del emperador Qianlong (1736-1795), crece la vida.
Construido en 1747 y arrasado por tropas francesas e inglesas en 1860 y 1888, el Yuanminyuan es hoy un gran parque. Desde el pórtico de la entrada hasta el más lejano de sus bancos, los espacios se transforman en pequeños balcones para observar el pasado o para entablar largas charlas con el entorno.
La primavera, como si supiese el sitio exacto donde brota, se esmera en las formas, en los verdes, en la ternura con que nacen de unos árboles altísimos unas diminutas pelusas, semejantes al algodón, y que los chinos llaman nieve de primavera.
En familia o en soledad, aunque invariablemente acompañados por las voces de la tierra, los chinos recorren alegres esta joya de su milenaria historia. La calma de los cientos de rostros con los que es posible cruzarse en un paseo, contrasta con el asombro de un par de ojos cubanos, que pone un extra de emoción a cada paso.
Nos quedamos pendientes de los peces del lago, del modo en que se mecen los sauces, del sonido suave del viento, del llanto del bebé, del lenguaje incomprensible de la abuela para calmarlo y de una sombrilla, que echó a volar por las Ruinas del Antiguo Palacio de Verano.