El terror y la represión durante la dictadura: a la vista pública. La lucha contra la impunidad en Argentina ha vuelto sobre el tapete estos días, luego de que la Cámara en lo Criminal de Buenos Aires dictara la anulación del indulto que el ex presidente Carlos Menem promulgó en 1990 a favor de los generales de la dictadura, para librarlos de las penas a que se les había condenado, cinco años atrás, durante el famoso juicio contra el alto mando castrense que masacró al pueblo argentino desde la Junta de Gobierno.
El fallo en que desembocó la causa presentada por la Asociación de ex Detenidos-Desaparecidos y la Liga Argentina por los Derechos del Hombre no será firme hasta que lo ratifique la Corte Suprema; pero muchos lo consideran como un importante primer paso para dejar establecida la ilegalidad del perdón.
En verdad, al establecer la inconstitucionalidad del indulto, el fallo tiene, más que todo, un incuestionable valor jurisprudente y moral. Finalmente los tribunales han convertido en sentencia lo que, desde la razón, tenía ya total fuerza de ley. Los crímenes de lesa humanidad —acoge el dictamen— son imperdonables e imprescriptibles. O lo que es igual «insusceptibles de perdón».
El veredicto atañe, específicamente, a dos de los más sanguinarios jefes de la dictadura que desangró al país entre 1975 y 1983: Jorge Videla, primer presidente de la Junta, y el almirante Emilio Massera, los únicos condenados a cadena perpetua en el juicio de 1985.
Aunque el dictamen incluye a todos los absueltos por Menem, ellos son los únicos beneficiados hoy. Orlando Agosti, tercero del triunvirato golpista, ya falleció, además de que en 1985 solo había sido condenado a cuatro años y medio de prisión; Roberto Viola y Armando Lambruschini quienes fueron absueltos en el 85, igualmente murieron.
La irreverencia con que Massera y Videla patrocinaron el crimen, la tortura y el terror, fue establecido por Osvaldo Bayer en un artículo que a manera de prólogo, redactó para Massera el genocida, libro editado hace algunos años por Madres de Plaza de Mayo.
«El dúo Videla-Massera fue capaz de transgredir absolutamente todas las normas».
Antes de este veredicto, el esfuerzo de defensores de los derechos humanos y de abogados que desde hace décadas trabajan en estos casos, había logrado avances.
Gracias a su persistencia y a la de Abuelas de Plaza de Mayo, en 1999 las cortes argentinas dictaminaron la responsabilidad de ambos y de otros represores en el robo y cambio de identidad de bebés. Parturientas atadas y amordazadas trajeron a sus hijos al mundo rodeadas por la desnudez de cuartos-celdas improvisados en virtuales campos de concentración: después de parir, los militares las asesinaron y robaron a sus hijos.
Videla, Massera y Agosti, durante el juicio a los generales de 1985. Massera y Videla fueron hallados culpables pero, debido a su avanzada edad, el segundo fue recluido en prisión domiciliaria. El primero, se dice, ha sido declarado incompetente.
Hoy no se sabe, en la práctica, qué repercusión material tendrá la abolición del indulto si, por fin, la Corte Suprema lo refrenda. Lógicamente, Massera y Videla tienen mucha más edad.
LOS QUE «OBEDECIERON»Sin embargo, hay más que los altos mandos. Cientos, miles de represores que figuraban como soldados o parte de la oficialidad media también están involucrados.
El año 2003 sentó pauta cuando, gracias a la buena voluntad del ejecutivo de Néstor Kichner, se declaró la anulación de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida que, bajo la presunción de que el grueso de los torturadores solo cumplía órdenes, dejaba sus crímenes en la impunidad.
Analistas estimaron que los juicios podrían llegar a los 300. Pero a estas alturas no se sabe bien cuánto han avanzado, ni siquiera si todos se han establecido.
Plutarco Schaller. Foto: Roberto Suárez Para que nadie los olvide y todos sepan quiénes son, Plutarco Schaller ha recopilado los nombres y señas de ¡2 860! de aquellos represores.
Probablemente inició su labor desde la misma noche del golpe, cuando los milicos fueron a buscarlo allá en La Rioja. A partir de esa misma madrugada y durante los largos y tenebrosos días que siguieron a lo largo de nueve años por distintos centros de reclusión, «legales e ilegales», Chacho —como familiarmente se le conoce— fijaría en su memoria los rostros, nombres; anécdotas que revelan algunas de las más descabelladas satrapías cometidas por asesinos y torturadores. Por fortuna, no fue uno de los 30 000 desaparecidos. Salvó la vida.
Ha acudido a archivos de gente amable que le permitió indagar y, también, a abundante información pública y privada: libros, revistas, diarios, cartas, grabaciones, fotografías, testimonios... Así, cada denuncia está sustentada con documentos que avalan nombres y hechos.
Son, dice en la Introducción del libro, 2 860 integrantes de las Fuerzas Armadas, del Orden y de Seguridad que, de diversas formas, en algún momento fueron marginales de las leyes —civiles o militares—, y burlaron la Constitución.
«Los hemos denunciado por radio, en libros: nunca los llamaron a declarar por la tortura. Es increíble. Son muchos, y no únicamente los generales de Buenos Aires», me insiste, indignado, 30 años después de los hechos: blanco en canas y aún lamentando la división familiar que provocó su inexplicada captura y la de su esposa; dolido aún por el hecho aciago de que solo se enterara de la muerte de su padre cuando lo liberaron al finalizar la dictadura. Todavía se le ve fuerte, aunque con las lógicas secuelas de los tormentos. Escribe y conversa con la locuacidad del riojeño que es, y conserva el toque del periodista de El Independiente —«el primer diario administrado por una cooperativa», aclara— donde trabajó hasta el golpe. Chacho ilustra cada ficha y cada denuncia con una anécdota que retrata al «acusado», y pone de relieve la desfachatez de la impunidad. No falta la ironía.
Así una puede enterarse ahora del caso increíble del ex general Ernesto Arturo Alais, «represor en el proceso desde sus destinos en el Regimiento de Infantería de Monte y de la IX Brigada de Infantería, de Comodoro Rivadavia, y cuñado del General Suárez Mason» quien, pasado a retiro por otros motivos ya durante el gobierno civil de Raúl Alfonsín, ¡representó a Argentina en los Décimos Juegos Panamericanos de Indianápolis, como parte del equipo de tiro!
El periódico Clarín, en crónica que Chacho compila, comentó los hechos así: «Más de un criminal, sin duda experto en “tiro” se habrá preguntado: ¿Cómo no se me ocurrió a mí? (...) Alais: desde 1976 hasta 1983, tuvo la posibilidad de lograr una gran aptitud en el manejo de las armas, así como certera puntería, gracias a la capacidad que otorga haber practicado “tiro al blanco” con seres humanos o “blancos móviles”».
Claro que no todos los que fueron están en la relación de Plutarco Schaller. «Gran número de los represores no han podido ser identificados o probadas sus fechorías, principalmente por el solapado accionar del terrorismo de Estado», confiesa.
La «clandestinidad» del asesinato y la tortura, solapadas tras el término «desaparición», formaba parte de las directrices de la Operación Cóndor, que con el auspicio del secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger, enlazó en el exterminio a todas las dictaduras latinoamericanas de la época. Curiosamente, ojeando algunas reseñas del juicio del 85, puede uno recordarse que los militares argentinos justificaron sus crímenes alegando —¡también!— que combatían el terror...
Aterrorizante en verdad puede ser encontrar hoy a los que masacraron, como cualquier ciudadano, en cualquier calle.
«La mayoría está libre y algunos, en activo», refrenda Chacho cuando le pregunto por esa sensación espeluznante que debe ser estar de nuevo frente a los torturadores, todavía de uniforme. La limpieza que hizo el presidente Néstor Kirchner en las cúpulas del Ejército y la Policía y que sacó de sus filas a los vinculados con los desmanes de la dictadura no ha llegado, sin embargo, a los de menor rango.
«Kirchner ha hecho mucho por traer un poco de justicia, pero no es suficiente», afirma.
La desaparición reciente de Julio López sacó otra vez a los argentinos a las calles. El secuestro reciente de Julio López, sobreviviente de su «desaparición» durante la dictadura y testigo principal, ahora, del juicio contra Miguel Etchecolatz, director de la Policía Judicial de Buenos Aires —uno de los pocos procesos concluidos— ha enfatizado las denuncias de quienes, como Chacho, advierten que los represores de ayer andan sueltos.
No pocos interpretaron el plagio como una amenaza de parte de los muchos que, como Etchecolatz, podrían resultar encartados.
«Están haciendo constar que están ahí».¿Hasta cuándo?
El propósito que anima a Plutarco Schaller en su denodado esfuerzo porque su compilación de 2 860 fojas se publique y esté al alcance de todos, es el de tantos: «Justicia, libertad, independencia. La lucha que siempre hemos mantenido».