Bastaba escuchar la burda manera en que Ileana Ros-Lehtinen —escoltada por los hermanos Mario y Lincoln Díaz-Balart— defendía sus posiciones ante las cámaras televisivas, para darse cuenta de la falta de sustento.
Las incongruencias eran tales que revelaban un desprecio absoluto por la realidad, conducente a la desinformación. Que si Chávez ya ha dicho que hará lo que le venga en ganas, que si «bota» la Constitución, que si la dictadura, que si la democracia...
Era el mismo apasionamiento visceral que los ha hecho figuras connotadas en la intransigente intolerancia anticubana de sucesivos gobiernos estadounidenses, sujetos, por las artes de la influencia y los votos, al dictakt de los siquitrillados: un vocablo que por viejo y en desuso es el apropiado para quienes —como ellos— se quedaron varados hace 50 años.
No hay evolución. Y, faltos de creatividad al tiempo que alérgicos a la dialéctica, vuelven a emplear contra Venezuela los bocadillos que hace decenas de años «convirtieron» a Cuba en «engendro del mal», resultado de su labor manipuladora.
Pretextando el «desastre político» de Venezuela, Lehtinen, Mario, y Connie Mack —desde sus puestos de legisladores republicanos por Florida y terciados en su empeño por el representante Jerry Weller, de Illinois—, han solicitado a Bush un estatus migratorio provisional para los venezolanos ilegales en Estados Unidos.
Según el muy miamense El Nuevo Herald, la petición propone dos variantes. La primera sería aplazar la expulsión de los venezolanos mediante el otorgamiento de una Partida Forzada Diferida que —dice el diario—, resultaría una fórmula parecida a la que se aplicó para los centroamericanos afectados por desastres naturales.
La segunda explicita mejor el fondo político que hay en la ‘preocupación’ de los legisladores por lo que denominan «el sufrimiento» y «los peligros» que correrían los venezolanos si —como se amenaza hacer con el resto de los latinoamericanos indocumentados en EE.UU— son enviados de vuelta.
Se trata de cancelar las deportaciones para ellos y, de algún modo, regularizarlos con permisos de trabajo. Algo parecido —como bien apunta El Herald— a lo instaurado por Ronald Reagan para los nicaragüenses en 1987, cuando esa otra administración republicana desembolsaba todavía cuantiosos fondos para fomentar la guerra no declarada, acabar con el gobierno de Daniel Ortega, y defenestrar aquella otra revolución. La diferencia es que, en esta modalidad, los beneficiados tendrían que pedir asilo y demostrar que son «perseguidos políticos».
Es un hecho que la petición concuerda con los esfuerzos recientes del Departamento de Estado y Bush por mellar el empuje y la trascendencia que cobran Hugo Chávez y la Revolución Bolivariana en América Latina. Pero también podría resultar un fiasco para una administración como esta, tan comprometida y tan endeudada con los indocumentados, y con sus gobiernos.
Y he ahí otra falacia. Porque, mayormente, han sido las reticencias de los propios republicanos las que impidieron hasta hoy que el Congreso de Estados Unidos apruebe una reforma migratoria integral, benefactora para un mayor número de inmigrantes, y buena también para el propio Bush, quien acaba de volver a prometerla durante su gira latinoamericana, sin que pueda ofrecer, en verdad, más que la enorme valla metálica donde siguen matando ilegales. Quizá por eso el grupo de Lehtinen y Díaz-Balart quieren dejar la prerrogativa de aprobar o no sus planes en manos del ejecutivo, sin que pase por el Congreso.
Preocupado, el embajador norteamericano en Caracas, William Brownfield, consideró que el asunto es delicado y evitó comprometer una declaración...
Claro que a la Casa Blanca le gustaría seguir satanizando al Presidente de Venezuela y sumar la iniciativa a otros esfuerzos soliviantadores como el sugerido este miércoles por Dan Burton, republicano en la Cámara de Representantes, quien acaba de indicar que se apruebe la extensión de las preferencias arancelarias de que han disfrutado hasta ahora Bolivia y Ecuador —como condimento de la cruzada antinarcóticos liderada por EE.UU.— para «contrarrestar la influencia de Chávez».
Pero lo que los de la Florida quieren, lejos de ganarle adeptos a Bush, podría profundizar la distancia entre su administración y gobiernos latinoamericanos nacidos, como el de Venezuela, bajo el cuño de la soberanía y la autodeterminación. Eso es lo que, obligatoriamente, los une a Chávez... y los aleja de Washington.