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Príncipe azul, princesa morada

No pocas veces el dominio machista se disfraza de generosa protección antes de mostrar su verdadero rostro, una actitud que se gesta desde el noviazgo, al legitimar sutiles prácticas de abuso que subordinan lo femenino a lo masculino

Autor:

Mileyda Menéndez Dávila

La vergüenza, el amor, el orgullo, todo hablaba en mí al mismo tiempo

F. Dostoyevski

«Noviar viene de no ver», dice una mujer de 45 años cuyo único hijo se ha comprometido con una chica «que no sabe ni freír un huevo». A duras penas logra no meterse en las peleas (provocadas en gran parte por sus opiniones), pero corre a contarme por teléfono su decepción porque «pobrecito, se dejó envolver por una malcriada que no conoce su lugar en la vida».

La última discordia tiene que ver con el celular de la chica: El novio pide, a instancia de la madre y sus amigos, que ella le pruebe su amor dándoles acceso libre a sus mensajes y redes sociales, tal como décadas atrás muchos hombres exigían a sus prometidas no tener más amistades que las autorizadas por ellos ni asistir solas a una fiesta o vestir ropa de moda.

Ya han evaluado aunar esfuerzos para cohabitar en otro espacio sin supervisión adulta: Ya aprenderán a cocinar, limpiar, bañar el perro o manejar las finanzas. Pero la madre amenaza con pelearse de por vida, y «socios» del barrio auguran que con esa muchacha tan independiente «no van a llegar lejos».  

El noviazgo empezó en las redes sociales, y aprovecharon esa primera etapa para conocer sus valores y validar los proyectos personales. La mayor diferencia es que en él pesa mucho el mito heroico del príncipe azul, mientras ella defiende una mirada más equitativa del mundo y toma con escepticismo ese mandato del amor romántico que la conmina a transigir para trascender.

Dime cómo amas

No pocas veces el dominio machista se disfraza de generosa protección antes de mostrar su verdadero rostro, una actitud que se gesta desde el noviazgo, al legitimar sutiles prácticas de abuso que subordinan lo femenino a lo masculino (también en parejas de homosexuales y transexuales), sin evaluar contextos, habilidades o intereses comunes. Esas microviolencias impactan la autoestima de la parte «débil», como perdigones de buenas intenciones que van empedrando el trillo del infierno doméstico.

Según describe la doctora Iyamira Hernández, socióloga e investigadora del Centro Integral de Salud de Boyeros, en la capital, son formas suaves e invisibles de dominación que se ejercen con toda impunidad, gracias a la cultura heredada, y se manifiesta en silencios, falta de intimidad, infravaloración de las tareas domésticas, desautorización, manipulación emocional, dominio del dinero o las propiedades, hipercontrol del marco social, decir que se avergüenza de lo que hacen o dicen…

La alerta es clara: cuando dejas correr esos abusos o cedes al imaginario amor fatal sin negociar límites que protejan tus principios, entras en un esquema cíclico de violencia, diseñado para perpetuar el derecho de algunos hombres a decidir si su pareja merece vivir y bajo qué condiciones, como explicaba la Doctora Isabel Moya, experta en temas de género y comunicación.

Lo que hoy empieza con un «Sería mejor que tú…», rápidamente se convierte en «¡No te permito…!», sobre todo si hay una diferencia de edad significativa y puede derivar en deserción escolar, embarazo precoz, abandono de los sueños, triste antesala de golpizas, gritos y otros recursos para humillar.

Conocer es prevenir

El noviazgo debe ser un período de respetuoso tanteo para definir qué espacios físicos y emocionales se compartirán y cuáles necesita mantener cada quien para su propio beneficio, entiéndase estudio o trabajo, familia de origen, amistades,    hobbies y descanso cotidiano. Es también una etapa de autorreconocimiento: a la versión idealizada que tanto disfrutamos presentar es preciso sumarle un ajuste de cuentas con el pasado, algo así como un balance de prejuicios y potencialidades.       

El neurosiquiatra norteamericano Daniel G. Amen propone un grupo de aspectos que toda persona debería explorar antes de avanzar en una relación, pues más allá de la chispa erótica es crucial entender las reacciones del otro y evaluar áreas de riesgo, tanto en lo cultural como en la bioquímica de sus cerebros.

¿Cuántas parejas serias tuvo tu pretendiente y qué motivó esas rupturas?, ¿Hay antecedentes turbulentos en su historia escolar o laboral? ¿Cuáles son sus creencias, valores, filosofía de vida? ¿Qué opinan de su conducta y carácter sus hijos o hijas, si los tiene, y cómo se sienten los tuyos en su compañía? ¿Hay indicios de abuso con el alcohol, el tabaco, medicamentos o drogas ilícitas? ¿Sientes que para complacer sus necesidades deberás anular las tuyas? ¿Da señales de inseguridad cuando estás cerca de otras personas? ¿Suele culpar de sus errores a la gente en lugar de asumir la responsabilidad?

Muchas veces esos síntomas son vivenciados con alarma por las potenciales víctimas, pero las madres, suegras, amistades u otras personas legitiman su permanencia en ese triste papel porque no tienen otros referentes para pensar las consecuencias de la violencia que se avecina o para repensarse a sí mismas en esa interacción, y por tanto la asumen como legítima y natural, porque «es peor que nadie te quiera», o «la soledad es mala consejera…». Como si el desprecio fuera mejor juez.

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