El llamado crimen pasional es un delito en que se incurre tras una repentina alteración de la conciencia causada por celos, ira o desengaño, pero también como respuesta a un proceso continuo de agitación, sobreexigencia o menosprecio en las relaciones interpersonales
Ojo por ojo y todo el mundo acabará ciego.
Mahatma Ghandi
Varias lectoras me han dicho que por estos días no se atreven ni a levantar la voz en casa, no sea que el out del equipo favorito del marido lo pague ella con un jonrón en pleno rostro.
Suena exagerado, pero no lo es cuando se comprende que el llamado crimen pasional es un delito en que se incurre tras una repentina alteración de la conciencia causada por celos, ira o desengaño, pero también como respuesta a un proceso continuo de agitación, sobreexigencia o menosprecio en las relaciones interpersonales.
A diferencia del crimen premeditado —con planificación del momento y el arma—, la agresividad emocional es un impulso, un desahogo repentino. Por eso el perpetrador utiliza lo que tiene a su alcance para lastimar y muchas veces es el primero en socorrer a la víctima o avisar a la policía.
Cerca del 20 por ciento de los hechos sangrientos en parejas estables u ocasionales entran en esa categoría de crimen pasional, afirma el doctor Juan Gibert Rahola, farmacólogo y neurólogo español vinculado a la Universidad de Cádiz, con quien conversamos esta semana durante la VI Conferencia Internacional del Hospital Psiquiátrico de La Habana.
El otro 80 por ciento responde a una conducta abusiva fríamente calculada, y en muchos casos a secuelas de un pasado con predominio de alguno de los cinco tipos de maltrato infantil: físico, psicológico, sexual, por sobreprotección o por desapego.
Este sujeto, incapaz de reconocer el daño derivado de sus actos, agrede a conciencia, sin ansiedad ni remordimiento.
La diferencia entre este sociópata y un agresor impulsivo se puede establecer tanto en su percepción del crimen como en el estudio del cerebro mediante técnicas de neuroimagen, explicó el experto, e insistió en la necesidad de personalizar cada análisis para decidir el seguimiento legal y terapéutico pertinente.
Las leyes tipifican el delito, pero el tribunal debe además discernir si está ante un individuo capaz de rehabilitarse (mediante un tratamiento farmacológico y psicoterapéutico que le ayude a replantearse su sistema de conocimientos, creencias y cultura) o si se trata de un típico abusador que se enorgullece de su conducta y en cuanto esté libre la retomará.
Una de las excusas más comunes entre estos Otelo de sangre fría es que «trataban de probar su amor». En estos casos la guerra suele ser anunciada, y la alarma debería saltar desde el noviazgo, cuando empiezan las prohibiciones y las frases al estilo de «Quítate esa ropa o te la rompo encima»... «No te busques lo que no esta pa’ ti» o «Si no estás conmigo no estarás con nadie».
Aún presa de la mayor agitación, la gente suele reconocer los límites entre el bien y el mal y comprender que una reacción desproporcionada va a generarle consecuencias negativas, sobre todo si el conflicto es con un ser querido.
La escala de valores y sentimientos refrena el impulso de devolver mal con mal, hasta el día en que se rebasa el umbral de reactividad afectiva y el mecanismo inhibitorio no se activa a tiempo.
Numerosos estudios confirman que estímulos como el estrés, el consumo de drogas o de alcohol y la adicción a los juegos (ludopatía) inundan el cerebro de neuroquímicos que activan sus áreas de agresividad, lo cual puede incluso ser acumulativo.
Pero más allá de ese disparador biológico, ciertos elementos culturales median en la elección de la víctima. Psicoterapeutas de México y España presentes en el debate confirmaron que es más común «explotar» en casa y no con individuos cuya autoridad facilite tomar represalias. También narraron las dificultades de muchos agresores emocionales para desaprender ese «derecho» naturalizado de cosificar a la mujer y descargar en ella su rabia. Antes prefieren abandonar la terapia.
El psiquiatra Ernesto Pérez, una autoridad en Medicina Legal en nuestro país, apuntó que el perfil de hombres procesados en los últimos años por violencia contra la pareja difiere mucho del resto de los homicidas: no suelen ser agresivos en otras esferas de la vida; solo agreden a sus mujeres y a veces a los hijos, repitiendo patrones que aprendieron en su familia de origen.
Claro que ellas también pueden ser agresoras —las hay sociópatas, como la reina Medea, pero sobre todo impulsivas, que en un día se cobran toda una vida de abusos—. Algunas parejas homosexuales tampoco escapan a esta realidad, y si el estigma popular es mayor en estos casos también responde a razones culturales.
El artículo 264.1 del Código Penal cubano establece que quien mate a su cónyuge (sea matrimonio formalizado o no) incurre en la sanción de privación de libertad de 15 a 30 años o pena máxima, pues según el artículo 52 del citado Código el vínculo matrimonial y las relaciones de afecto con la víctima constituyen agravantes en los delitos contra la integridad personal, así como el abuso de autoridad o confianza y el actuar bajo los efectos de drogas o del alcohol. No obstante, la medida puede ser atenuada si se obró en estado de grave alteración psíquica provocada por actos ilícitos de la víctima.