Se puede sentir una gran pasión por alguien y como no somos capaces de entenderle dentro de su propio marco de valores, difícilmente lograremos hacerle feliz. Esa habilidad nos allanará el camino hacia el corazón y el raciocinio ajeno
Ella quiere correr a los brazos de su amado, pero le han dicho que la traicionó y decide romper la relación sin exigir o dar explicaciones. Cuando él se acerca, inocente e ilusionado, tanta frialdad lo desarma. Ajeno a las intrigas de un ex novio despechado, la altivez femenina toca las fibras de su orgullo, impulsándolo a seguir de largo y regalar sus flores a una desconocida.
La familia frente al televisor tensa los músculos. Las opiniones se dividen entre suspiros e improperios: la quinceañera justifica los celos de la protagonista; el padre la critica por no confiar en el amante; el hermano los cree tontos al no arreglar las cosas civilizadamente y la abuela dice que así no van a casarse nunca… La madre corta la discusión, tajante: «La próxima novela la escriben ustedes, ¿está bien? Ahora déjenme sufrir esta en paz, ¡aunque dure 200 capítulos!».
Parece exagerado, pero es una escena común en millones de hogares cuando ciertos productos comunicativos (reales o de ficción) despiertan en los espectadores la necesidad de colarse en la piel de sus personajes y razonar qué harían si estuvieran en la misma situación.
Esa identificación o compromiso emocional se nombra empatía, y es algo que nos ocurre a todos cotidianamente en mayor o menor grado, tanto con personas que conocemos muy bien como con gente desconocida o lejana. Incluso hay quienes se identifican con animales o plantas y aprenden a «leer» sus estados de ánimo con bastante exactitud.
El vocablo empatía es de origen griego y en este idioma significa «sufrir dentro». El psicólogo Howard Gardner, autor de la Teoría de las inteligencias múltiples, clasifica esta destreza comunicativa como inteligencia emocional, un don asociado sobre todo a la ternura, la asertividad y la imaginación.
Pero la empatía funciona en el plano intelectual y excluye tanto los juicios morales como la simpatía o antipatía que pueden despertar las personas, así que no se trata de compartir sus creencias o puntos de vista, sino de comprenderlos y ayudar en la medida que se requiera de nosotros.
Porque si malo es no ser escuchados, terrible es también que alguien minimice tus dudas o angustias con frases fuera de contexto, reste importancia a tu conflicto o ridiculice tus sentimientos filtrándolos por el tamiz de sus prejuicios y creencias particulares.
Además de razonar el problema, las personas empáticas sienten vivamente las emociones de los demás, aclara el sitio www.inteligencia_emocional.org. Eso implica espíritu abierto, deseos de escuchar u observar y una auténtica generosidad hacia el mundo exterior.
Al conectarnos con otros seres (incluso los de la pantalla) algo nos impulsa a responder a sus necesidades, y mientras más ejercemos esa cualidad, más dotados estamos para enriquecerla. Por eso la catalogan como radar o conciencia social interna, pero algunas personas son sordas a tales señales, no aprenden a actuar con tacto o sensibilidad y sus relaciones interpersonales son siempre un desastre.
Aunque la empatía es un don natural, no es espontáneo. Surge desde la cuna, cuando el bebé es atendido y aceptado por la familia con afecto, y a medida que crecemos depende más de nosotros y menos de lo que hagan los demás.
Las personas que viven muy pendientes de sí mismas casi nunca logran ponerse en el lugar de los demás. Así, se puede sentir una gran pasión por alguien y como no somos capaces de entenderle dentro de su propio marco de valores, difícilmente lograremos hacerle feliz.
Si las personas adultas no son afectuosas ni comprenden qué sienten y necesitan los demás, sus menores no aprenderán a expresar las emociones propias o a interpretar y sentir las ajenas. Por eso resulta paradójico cuando alguien se solidariza con las vicisitudes de un personaje de novela y sin embargo muestra apatía —y hasta inclemencia— con la angustia real de sus familiares o vecinos.
¿Dónde está la empatía cuando una madre le grita a su adolescente por pasarse horas eligiendo la ropa del día, o un padre no acepta la pareja de su hijo, o una joven no entiende el ritmo de sus abuelos, o cada quien actúa sin tomar en cuenta los intereses o limitaciones del otro?
Si bien no leemos la mente de nadie, todos podemos aprender a identificar posturas, gestos, tonos de voz y otras señales portadoras de información sobre el estado de ánimo de cada ser. Esa habilidad nos allanará el camino hacia el corazón y el raciocinio ajeno.
Escucha con la mente abierta. Muestra interés por lo que te están contando, haz preguntas y no interrumpas.
Evita actuar como el experto que da consejos. Intenta sentir lo que el otro siente.
Esfuérzate en descubrir, reconocer y recompensar las cualidades y logros de los demás.
Antes de dar tu opinión espera a tener información suficiente y evalúa si la otra persona la necesita o solo quiere sentirse escuchada.
Habla con sinceridad, pero procura no herir con tus comentarios. Acepta las diferencias y respétalas.
Procura sonreír para generar un ambiente de confianza y cordialidad.
No hagas juicios prematuros que interfieran en tu disposición hacia la persona.
Si es un mal momento, exprésalo con cortesía. Evita dar respuestas tajantes o demostrar prisa y aburrimiento.