Científicos japoneses acaban de ganar el Premio Nobel de Física por una invención que ha revolucionado la forma en que nos iluminamos
Tres inventores de origen japonés han ayudado a modernizar el alumbrado del Malecón habanero con luces que parecen las de un moderno estadio de béisbol. Quiero imaginar que también por ello, entre otros muchos aportes, les acaban de dar el Premio Nobel de Física.
Más allá de la broma, en realidad el mundo del siglo XXI le debe mucho a Isamu Akasaki, Hiroshi Amano y Shuji Nakamura por haber sido capaces de transformar la tecnología de la iluminación mediante la invención del diodo emisor de luz (led) azul.
Los tres investigadores de origen nipón, galardonados por la Real Academia de las Ciencias Sueca esta semana, han revolucionado con su invento las pantallas de televisión, computadoras, teléfonos móviles, e incluso el alumbrado que hoy comienza a extenderse por buena parte del planeta, con mayor luminosidad y menos costo de energía.
Sin sus creaciones, realizadas en paralelo y que comenzaron hace tres décadas, es posible que muchos de los actuales inventos, algunos de los cuales ya pueden verse en Cuba, no hubieran sido posibles.
En realidad, las luces led (del acrónimo inglés LED, light-emitting diode o diodo emisor de luz) no son muy nuevas que digamos, pues ya a principios del siglo pasado el británico Henry J. Round, un discípulo del italiano Marconi, había logrado conseguir emitir luz desde un semiconductor.
Su trabajo, presentado al público en 1907, despertó gran interés pero tuvo muy pocos seguidores en la vida práctica, ya que por entonces todos andaban encantados con las recién descubiertas bombillas incandescentes.
Fue un físico soviético, Oleg V. Losev, quien logró fabricar casi 20 años después el primer led, aunque su invento tampoco alcanzó gran divulgación, ya que la aplicación pronto pasó a la esfera militar, especialmente al mundo de los radares y la entonces muy incipiente computación.
Ya a finales de la década de 1950 comenzaron a popularizarse los diodos emisores de luz roja, especialmente cuando la gente comenzó a asociar las imágenes de las entonces gigantes máquinas de cómputo con infinidad de luces pequeñas de color rojo.
En 1962, otro hombre de ciencias, esta vez norteamericano, Nick Holonyak, el cual trabajaba como asesor en un laboratorio de la General Electric en Syracuse, Nueva York, logró fabricar el primer led con aplicación industrial.
Desde entonces fueron muchos los científicos que soñaron y trabajaron para tratar de crear un diodo emisor azul, sin el cual era impensable el de luz blanca, ya que se sabía que podía lograrse mediante una combinación de ledes de diferentes colores, o utilizando el recubrimiento de ciertos productos químicos.
El principio se basa en la capacidad de estos diodos de emitir alguna cantidad de radiación visible, al generar el movimiento de sus electrones cierta cantidad de fotones.
Su hallazgo permitió en los primeros momentos la fabricación de diodos emisores de luz roja, verde, amarilla e infrarroja, que fueron inicialmente aplicados en la computación, pero también en los mandos a distancia de televisores, e incluso en llaveros que causaron euforia por emitir rayos luminosos a gran distancia.
No fue hasta 1986 que los japoneses Akasaki y Amano, ahora premios Nobel de Física, crearon cristales de nitruro de galio de gran calidad y luego semiconductores de tipo P, para presentar finalmente en 1992 los primeros ledes que emitían luz azul.
De forma paralela, en un pequeño laboratorio de una empresa química, el también nipón Nakamura empezó a desarrollar su led azul en 1988, aunque con un método distinto.
Así, con la construcción de un diodo emisor de luz azul, solo bastaba combinarlo con los de roja y verde para hacer nacer la luz blanca por fotoluminiscencia.
Desde entonces, surgieron dos grandes métodos para lograr la luz blanca: usar múltiples chips de ledes, cada uno emitiendo una longitud de onda diferente en las proximidades, para formar el amplio espectro de luz blanca; y utilizar un led de corta longitud de onda, que en combinación con el fósforo absorbe una porción de la luz azul y emite un espectro más amplio de luz blanca.
Con el paso de los años, muchos han sido los que han hecho contribuciones significativas a esta tecnología, que tiene múltiples aplicaciones actuales en la vida práctica.
Desde el diodo de seleniuro de cinc, —que puede emitir también luz blanca si se mezcla la luz azul que emite—, hasta los ledes ultravioletas —que se han empleado con éxito en la producción de luz negra para iluminar materiales fluorescentes—, el desarrollo de esta técnica parece estar apenas despuntando.
A su vez, hoy ya se comercializa una amplia gama de productos basados en la llamada luz led blanca, cuya forma más extendida es la combinación de uno azul con un recubrimiento de fósforo, lo cual produce una luz amarilla blanquecina, también llamada «luz de luna».
Aunque todavía su costo es significativamente más caro que las lámparas tradicionales, esta nueva tecnología puede llegar a consumir hasta un 90 por ciento menos de energía que las bombillas incandescentes y hasta 30 por ciento por debajo de las fluorescentes, además de que pueden durar unos 20 años.
Incluso, si de capacidad de luminosidad hablamos, una lámpara led de las más modernas puede llegar a alcanzar hasta 300 lumen (flujo luminoso) por vatio, frente a los 16 de las bombillas incandescentes y los casi 70 de las fluorescentes.
Lo anterior explica su uso cada vez más extendido, y también por qué se han ido introduciendo en los alumbrados públicos de muchas ciudades, incluyendo en la larga lista también a La Habana.
Agreguémosle a ello que su encendido es mucho más rápido, sin contar que son ideales para trabajar por largo tiempo con fuentes de muy bajo voltaje, lo que ha hecho que se apliquen masivamente en los sistemas fotovoltaicos o alimentados por energías alternativas.
Es muy posible que el uso más revolucionador que tengan los ledes (como ya aceptó llamarlos la Real Academia de la Lengua Española), sea en las pantallas que utilizan dicha invención.
Estas pantallas están compuestas por filas de minúsculos ledes verdes, azules y rojos, que son controlados individualmente para formar imágenes vivas muy brillantes, con un altísimo nivel de contraste, pero que al combinarse forman en sí las imágenes.
Entre sus principales ventajas, frente a otras pantallas, se encuentran la viveza y nitidez de los colores, el brillo extremadamente alto, la altísima resistencia a impactos, y también su ductibilidad y capacidad de achicamiento.
En los albores de este siglo se han desarrollado incluso tecnologías más novedosas todavía, como los llamados diodos OLED o ledes orgánicos, fabricados con materiales polímeros orgánicos semiconductores, que también son capaces de emitir luces de diferentes colores y combinarlas entre sí.
Si bien esta nueva tendencia aún está en fase de experimentación, su fabricación podría ser considerablemente más barata, además de ser biodegradables, lo cual los haría ideales para iluminar superficies donde no se quiera agredir delicados entornos.
Todo lo anterior, no obstante, son apenas ideas en ciernes. Lo cierto es que los ledes, que ya pueden verse aplicados en lámparas y televisores comercializados en tiendas cubanas, o en semáforos y el alumbrado público, —como ese estadio en que han convertido el Malecón habanero—, han llegado para transformar la vida de las personas.
No solo la hacen más agradable, sino que también contribuyen al ahorro y reducen la contaminación, factores que deben tenerse muy en cuenta para seguir extendiendo y acercando su uso a la población cubana.