La intensa guerra por apoderarse del control de Internet está viviendo actualmente un nuevo capítulo: el intento de aprobar regulaciones supranacionales aplicables a cualquier «enemigo»
Como si de un inmenso campo de batalla se tratara, Internet se ha convertido hoy en un territorio que se quiere dominar, donde las potencias mundiales y también organizaciones criminales aspiran a imponer sus propias leyes, violando incluso las de naciones o las concertadas mundialmente.
Por solo citar un ejemplo, en junio de 2010 un ataque informático masivo dirigido contra sistemas computacionales de Irán intentó sabotear el programa nuclear de este país, insertando en los sistemas el virus nombrado Stuxnet.
Este suceso fue, quizá, uno de los ejemplos más acabados de la «guerra virtual» que se viene librando en Internet, según reconoció recientemente a la prensa española el experto en seguridad informática ruso Eugene Kaspersky.
Según reconoció al diario español ABC el avezado buscador de programas malignos, «en realidad nadie sabe quién estuvo detrás de eso, pero la complejidad del virus y sus objetivos no dejan duda de que fue una acción militar».
Y si bien es real que nadie puede aportar pruebas concluyentes del origen de esa agresión contra el país del Medio Oriente, resulta muy revelador que Estados Unidos, estrecho colaborador de Israel, ya tenga en posición combativa a miles de hombres en su quinto ejército: el virtual.
Pero las amenazas van más allá de las guerras informáticas que se cuecen entre estados enemigos, donde siempre llevan la voz cantante los grandes imperios y los intereses hegemónicos. Algo es tan o más preocupante que ello: los delincuentes informáticos están pescando en la mar revuelta de la guerra asimétrica, y pocos en el mundo escapan a su vista.
Robar un banco a punta de pistola es hoy para muchos, más que todo, una acción sin sentido o fruto concreto. La imagen violenta de pistoleros que difundieron las películas de Hollywood se ha sustituido cada vez más por la de sujetos que, después de horas e incluso días, se esconden tras teclados, códigos y programas malignos para atracar desde la distancia las bóvedas, sin siquiera entrar en estas.
La informatización creciente de la sociedad, incluyendo por supuesto la de sus negocios, bancos, empresas e industrias, hacen que casi cualquier entidad, personas individuales y hasta los gobiernos, se encuentren expuestos ante la posible actuación de cacos informáticos.
Los modus operandi son tan disímiles y difíciles de prever como las posibles víctimas. Con razón afirma Eugene Kaspersky, creador de una de las empresas de seguridad informática más conocidas del mundo, que «a medida que Internet madura, también lo hacen las organizaciones criminales y terroristas que campean a sus anchas en la red».
Lo más peligroso resulta que, como dice el experto, «todo está on line, y todo lo que está on line, por desgracia, puede ser un objetivo… Estamos rodeados de sistemas informáticos. Un gran número de ordenadores que se ocupan de muchos servicios básicos. Y esos ordenadores están conectados a otros ordenadores, formando sistemas muy complejos, pero en los que todo está relacionado. Si atacas a una parte, ese ataque puede multiplicarse».
Muchas veces las personas incluso actúan como cómplices virtuales, pues una de las formas preferidas por los delincuentes para enmascarar sus acciones es crear un cierto número de botnets o computadoras que previamente se infestan con un determinado programa maligno para controlarlas en un momento dado.
Así, sin saberlo, alguien conectado a una red de comunicación por ordenador puede difundir un correo electrónico no deseado o participar en un ataque de denegación de servicios para sabotear un servidor previamente señalado como víctima.
Como mismo la red de redes no tiene fronteras físicas, tampoco las tienen los delitos que se cometen a través de estas; ni la complicidad, consciente o no, está delimitada por espacios nacionales.
¿Cómo hacer entonces para sancionar a un ciberdelincuente que actúa desde un país lejano contra una empresa o persona de otra parte del mundo, involucrando además a decenas, centenares y hasta miles de ordenadores diseminados por todo el planeta? ¿Qué país debe sancionarlo? ¿El del autor del delito? ¿El de la víctima? ¿Los de los cómplices? ¿Todos a la vez?
Muchas de las preguntas anteriores se las hacen hoy no solo los abogados y juristas de muchas naciones, sino que incluso se debaten en foros del orbe, como las dos cumbres mundiales sobre la Sociedad de la Información, celebrada la primera en Ginebra, Suiza, en 2003; y la otra en Túnez, en 2005.
Sin embargo, poco se ha avanzado en lograr un concierto mundial para sancionar los delitos informáticos, e incluso para conceptualizar cuáles son estos en realidad. Detrás de esa confusión están, ante todo, poderosos intereses, a los cuales no les conviene que se organice el mundo virtual.
De existir leyes y regulaciones internacionales aplicables a todos los países habría que comenzar por sancionar a muchos gobiernos, empezando por Estados Unidos, autor de varios ataques informáticos contra supuestas «naciones enemigas», e incluso de intentos de desestabilizar a gobiernos legalmente establecidos por la vía de Internet, como ha sucedido con el caso de Irán y de la misma Cuba.
Con razón, la guerra virtual es llamada asimétrica.
Por ello aseguraba a la prensa Eugene Kaspersky que «es hora de tomar medidas, de organizarse, de crear organismos internacionales y de protegerse… Un ciberataque, cuando se produce, puede replicarse. En la guerra convencional, cuando lanzas un misil es solo un misil. Un ciberataque, sin embargo, puede multiplicarse al infinito con un único disparo».
La anterior propuesta es una necesidad, pues la guerra virtual que podría desencadenarse tendría conclusiones devastadoras, tan catastróficas como las de una batalla nuclear, pues hasta esos sistemas de armamento son controlados por programas informáticos y computadoras.
Ante el desgobierno mundial que impera en la red de redes, en los últimos años ha comenzado a gestarse un fenómeno muy peligroso, en el cual una serie de gobiernos han comenzado a arrogarse el derecho a sancionar supuestos «delitos informáticos», e incluso intentan aprobar leyes supranacionales para llevar a cualquiera al banquillo de los acusados.
La campaña contra Julian Assange y Wikileaks es quizá el primer capítulo evidente de una telenovela truculenta, cuya trama puede llegar a convertir en villano a casi cualquier ciudadano que tenga un pensamiento divergente de los intereses de Estados Unidos.
Más allá de los delitos por los cuales se le pretende juzgar, Assange es víctima de un entramado mundial encabezado por la Casa Blanca, con la intención manifiesta de acallar a Wikileaks y sus revelaciones sobre los crímenes y suciedades del Gobierno norteamericano.
Pero cual culebrón telenovelesco, nuevos personajes se han agregado a la trama. Detrás de Assange le ha llegado el turno a Megaupload, la otrora gran red de intercambio de archivos, cuyos autores han sido apresados por supuestamente violar las leyes de derecho de autor.
A su vez, en Estados Unidos se debate actualmente sobre la llamada Ley SOPA (Stop Online Piracy Act), la cual daría a los tribunales norteamericanos un poder casi omnímodo sobre todos aquellos que fueron acusados de violar «derechos de autor».
El futuro de ese articulado legislativo es incierto. Muchas han sido las protestas, y sus protectores han tenido que ceder poco a poco y modificar algunos artículos e incluso posponer su discusión. Pero la intención real no desaparecerá: las potencias quieren de una forma u otra gobernar Internet.
En medio del caos que impera en la red se quiere imponer la ley del más fuerte. La hegemonía tecnológica y comunicacional. Para los imperios ya está muy claro que quien logre gobernar Internet, de una u otra manera dominará también el mundo.