Desde tiempos remotos persisten las amenazas y riesgos que entraña la publicidad de fármacos y suplementos alimentarios
Habitamos un mundo donde la publicidad se ha entremezclado con la cotidianidad. Ella ejerce una influencia cada vez más notable, valiéndose de medios sofisticados y omnipresentes como las redes sociales.
Su papel, sin embargo, se torna amenazante cuando se promocionan productos relacionados con la salud, como medicamentos y suplementos nutricionales: a menudo se difunde información carente de veracidad, lo que pone en peligro la salud y economía de los consumidores.
Este fenómeno ha exacerbado, además, otro problema típico de nuestra época: la automedicación o prescripción de fármacos sin supervisión médica. Se trata de prácticas que pueden desencadenar consecuencias adversas, como la disminución de la eficacia de los antimicrobianos o el daño directo por el uso injustificado de determinados medicamentos y suplementos.
Existen innumerables casos que podrían citarse. En esta ocasión abordaremos dos que, si bien sucedieron en épocas distintas, poseen naturalezas sorprendentemente similares.
Se relata que en una entrevista a Luisa Santiago Márquez Iguarán (madre del escritor Gabriel García Márquez), al ser interpelada a qué se debía el talento literario de su hijo, respondió con serenidad —y según algunos, con humildad—: «¡A la Emulsión de Scott!». A primera vista la respuesta podría parecer de broma, pero considerando la notoriedad del producto y su uso extendido se develan y hasta comprenden las razones de Luisa.
Resulta complejo precisar cuándo comenzó la utilización del aceite de hígado de bacalao (Gadus morrhua) en el tratamiento de dolencias humanas. Desde el siglo XVIII este aceite fue empleado por médicos ilustres y aceptado popularmente como digestivo, estimulante del apetito y remedio contra la desnutrición, la artritis y la tuberculosis.
A pesar de su desagradable sabor, la demanda del aceite fue tan alta entre los siglos XVIII y XIX que su adulteración era común y en su lugar se usaban aceites de ballena, raya, tiburón, foca o vegetales, a los que solo se añadía yodo o bromo. La pesca del bacalao, realizada en aguas de Nueva Escocia, Noruega, Rusia y otros países árticos, complicaba el acceso al producto auténtico.
Se dice que el hígado se almacenaba en barriles y se sometía a un proceso de putrefacción, dejando el valioso aceite flotando en la superficie.
Alfred B. Scott y Samuel W. Bowne —químicos visionarios y pioneros en el ámbito farmacéutico— lograron amasar una fortuna gracias al aceite de hígado de bacalao. En 1876, con un ojo agudo para los negocios, lanzaron en Nueva York la «Emulsión Scott», innovadora fórmula que combinaba el citado aceite con hipofosfitos de lima y soda.
A pesar de la fama del aceite, su comercialización en la nueva fórmula se apuntaló con masivas y variadas campañas publicitarias que proclamaban afirmaciones exageradas, aprovechando la ignorancia del público y la falta de regulaciones sanitarias. Se promocionaba que el producto incrementaba la vitalidad, la masa muscular, la fuerza. Se decía con mucha seguridad que el aceite podía acrecentar la salud en todas las edades. También se publicaban testimonios que aseguraban que la emulsión facilitaba la recuperación de dolencias como la tuberculosis, que prevenía la anemia y estimulaba el desarrollo cerebral.
Aún hoy se pueden encontrar reseñas a esos irreales beneficios asociados a la Emulsión de Scott. Por fortuna es un producto rico en Omega-3, un tipo de grasa poliinsaturada con beneficios ampliamente reconocidos, y eso de algún modo sustenta parte de la leyenda.
En la actualidad, confiados en que el avance de la ciencia y la presencia de entidades reguladoras ofrecerían mayor seguridad, muchos se han topado con una realidad diferente. Un claro ejemplo fue lo sucedido durante la reciente pandemia de la COVID-19: especialmente en el caso de Estados Unidos hemos sido testigos de falsedades divulgadas sobre los orígenes y tratamientos del SARS-CoV-2.
Durante su mandato, por ejemplo, el expresidente Donald Trump y la comunidad científica y médica protagonizaron intensas controversias. Una de las más destacadas tuvo que ver con la insistencia de Trump en promover la cloroquina y la hidroxicloroquina —fármacos indicados como antiparasitarios y para tratar ciertas enfermedades autoinmunes— como cura definitiva y segura para la COVID-19, sin sustento científico.
La difusión de estos «mensajes trumpistas» a través de diversos canales mediáticos llevó a que muchas personas abrazaran estas creencias. Un estudio de mediados de 2020 en Estados Unidos vinculó mayor número de muertes al consumo de estos fármacos durante la pandemia.
A pesar de esas evidencias, Trump sostuvo su postura oscurantista y llegó a afirmar que él consumía esos medicamentos, pero en un nuevo enfoque habló de medidas preventivas.
Un caso mediático resonante fue el de una pareja en Arizona, que para prevenir la enfermedad ingirió un limpiador de acuarios que contenía fosfato de cloroquina: el hecho desembocó en la muerte del esposo y en la permanencia de la esposa en unidades de cuidados intensivos, en estado crítico.
Es importante recordar que los medicamentos tienen un impacto directo y significativo en la salud y la vida humana, y por eso su promoción debe manejarse con rigor científico y ético intransigentes.
Al compartir información sobre los fármacos es esencial que esta sea fidedigna y precisa, sobre todo en una era ahogada por las redes sociales: porque el riesgo de propagación de información errónea a través de estas plataformas comunicativas puede acarrear graves consecuencias.