Con solo 26 años, mientras investigaba una enfermedad endémica que afectaba a su país, un estudiante peruano de Medicina se convirtió en mártir de las ciencias médicas
Son muchos los ejemplos que se pueden hallar a lo largo de la historia de la Medicina acerca de las personas que han arriesgado su vida en aras del conocimiento. Casi todos han sido médicos, como el escocés John Hunter, considerado el padre de la Cirugía moderna, quien en 1767 se inoculó la sífilis. Pero escasamente puede hallarse una memoria donde este protagonista haya sido un estudiante de Medicina; para mayor gloria, este fue un latinoamericano.
Nos referimos a Daniel Alcides Carrión, un humilde joven mestizo, nacido el 13 de agosto de 1857 en el área minera de Cerro de Pasco, provincia de Tarma, departamento de Junín, Perú. Huérfano de padre desde los ocho años de edad, con grandes sacrificios económicos empezó a estudiar Medicina en 1875, en la Universidad de San Marcos, en Lima.
Durante su carrera mostró gran motivación por un tema: las enfermedades endémicas que flagelaban algunos valles andinos.
Una de estas era la fiebre de la Oroya. Se denominaba así porque estaba circunscrita principalmente al poblado minero de La Oroya, situado al este y a 180 kilómetros de la capital peruana, en un profundo y estrecho valle enclavado a más de 3 000 metros de altitud sobre el nivel del mar.
Esta región llegó a ser famosa en la década del 70 del siglo XIX como consecuencia de una epidemia mortal de fiebre, dolores musculares y óseos, y anemia aguda. El morbo llegó a afectar a miles de obreros, quienes habían emprendido la instalación del ferrocarril que unía a Lima con las principales regiones mineras del país. Más de la mitad de los asalariados que construían esta importante vía de comunicación férrea entre el Callao y La Oroya sucumbieron ante la peste.
Se dice que esta epidemia señaló el inicio de los estudios de esta enfermedad, cuando por vez primera en los hospitales limeños los médicos empezaban a tratar y describir las particularidades de la dolencia.
Visto en aquel entonces como de diferente origen, había otro mal, la «verruga peruana». Desde tiempos inmemorables perturbaba a quienes vivían en la misma zona geográfica de la fiebre de la Oroya (entre los 600 y 4 000 metros sobre el nivel del mar).
A diferencia de esta última, tenía un comportamiento crónico y difícilmente era mortal; característicamente causaba espantosas lesiones en la piel. En la era precolombina era distinguida por los incas como «sirki» y los conquistadores españoles la llamaron «verrugas» o «tumores sangrantes».
Además de coincidir en el mismo territorio, ambos padecimientos tenían en común el hecho de manifestarse únicamente en seres humanos. Este hecho, junto a un ferviente espíritu de investigación, condujo a Carrión —en el tercer año de su carrera— a escoger como tema de estudio la «verruga peruana».
Llegó a convertirse en un experto en la enfermedad y empezó a escribir una obra donde registraba en detalles la evolución de la entidad y llegó a pronunciar una hipótesis: la «verruga peruana» y la fiebre de la Oroya eran dos formas clínicas de una misma enfermedad.
Se dispuso, entonces, a demostrar la hipótesis —que era también la de otros médicos peruanos— con la inoculación de la enfermedad en su propia persona (autoinoculación).
Después de haber desistido, más de una vez, en el empeño de la autoinoculación por insistencia de compañeros y médicos, el 27 de agosto de 1885 Carrión trató de hacer el experimento él mismo, y argumentó: «Suceda lo que sucediere, no importa, quiero inocularme».
Un compañero, a pesar de reprobar el procedimiento y para impedir que Daniel se hiciera un daño involuntario, tomó la lanceta y realizó la controvertida técnica. Para ello utilizó la sangre proveniente de una de las lesiones epidérmicas de una convaleciente.
Desde aquel instante Carrión emprendió la escritura minuciosa de la historia clínica de su enfermedad. Nada trascendental aconteció hasta la tercera semana —se correspondía con el período de incubación de la enfermedad—, cuando en lugar de lesiones en la piel características de la «verruga peruana», brotaron síntomas de la fiebre de la Oroya. Así se evidenció por primera vez que las dos entidades tenían un mismo origen.
Durante ese tiempo permaneció en su casa sin permitir que nadie lo acompañara de noche, sin dejar de anotar pormenores de la dolencia, hasta que estuvo tan mal como para dejar de escribir; entonces fue cuando le pidió a seis de sus compañeros que siguieran con el diario médico en su nombre.
Ya en las postrimerías de un nefasto desenlace, Daniel Alcides fue trasladado al hospital, no sin antes advertirle a un compañero: «Aún no he muerto, amigo mío, ahora les toca a ustedes terminar la obra ya comenzada, siguiendo el camino que les he trazado».
Después de su muerte, el 5 de octubre de 1885, el interés por continuar con la investigación no decayó. La enfermedad resultó ser una de las más investigadas en toda la historia de la medicina peruana y con el tiempo se le puso el nombre del estudiante mártir.
Dos décadas más tarde, el también médico peruano Alberto L. Barton logró identificar los microorganismos causantes de la enfermedad en pacientes que padecían la fiebre de la Oroya. Era una bacteria, que posteriormente sería llamada Bartonella bacilliformis, en honor a este descubridor.
Muchas han sido las controversias generadas con el experimento de Carrión. Hay quienes lo juzgan como un acto desmedido para un estudioso de la Verruga y un minucioso recopilador de historias clínicas. Sin embargo, es encomiable su interés por descubrir nuevos senderos del conocimiento científico y su valentía.
Con la visión de aquellos complejos momentos vividos en el Perú y el contexto científico mundial —señalado por la era de los descubrimientos de los agentes infecciosos y el nacimiento de la infectología—, Carrión registró en uno de sus apuntes cómo la ciencia, sobre todo la Medicina, debe en gran parte su adelanto a experimentadores arriesgados.
Por eso, desde el momento de la muerte de este estudiante de Medicina, se le reconoció como un mártir de las ciencias médicas, y la prensa de entonces difundió la trascendencia de su sacrificio en aras del conocimiento de una de las enfermedades de mayor mortalidad en su país.
Referencias consultadas:
Delgado García G. y otros. Daniel Alcides Carrión y su aporte al conocimiento clínico de la fiebre de la Oroya y verruga peruana. Cuaderno de Historia. 1995;80.