Una antología es siempre una intervención crítica en el decurso de una literatura nacional, un género, una promoción o un autor. Y si está hecha por un escritor resulta, casi inevitablemente, una propuesta de revisión del canon que nutre el debate acerca del mismo, pues replantea estrategias de lectura cuyo principal interés es el carácter agonístico y dialéctico del proceso literario y no la definición de espacios, contextos, tradiciones, generaciones y categorías, como suele ser la praxis crítica asumida por académicos, historiadores, investigadores y críticos profesionales.
Esa usanza de que los escritores lean el canon desde otros ángulos, o rastreen, cuando sea posible, textos secretos o desatendidos por las corrientes estéticas, ideológicas, políticas o sociológicas que coyunturalmente lo van conformando, ha permitido sanear las historias de la literatura y las aproximaciones a épocas, grupos o autores. Baste recordar la actividad de Eliot, Pound, Auden, Calvino, Pasolini, Borges, Paz, y la incidencia de su actividad exegética sobre el destino de la literatura occidental —y su valoración e interpretación— en el siglo XX.
En esa línea se inserta El bosque de los símbolos. Patria y poesía en Cuba, publicado por la editorial Letras Cubanas en 2010 y cuya selección, prólogo y comentarios han nacido del fecundo y mutante poeta que es Roberto Manzano. El primero de los tres tomos que la conforman, único aparecido hasta ahora, propone un recorrido por la lírica nacional que comienza en el Espejo de paciencia y culmina en José Martí. A primera vista, aparenta seguir el camino hasta hoy desbrozado por algunos ilustres antecedentes, cuya cúspide sería la Antología de la poesía cubana que debemos a José Lezama Lima y algunas de sus cimas más visibles; Cien de las mejores poesías cubanas, de Rafael Esténger, Las mejores poesías cubanas, de Cintio Vitier, o Doscientos años de poesía cubana, de Virgilio López Lemus. Pero no. Aunque, por supuesto, Manzano las tenga como referentes ineludibles, junto con otros proyectos de similar cariz, para trazar su mapa personal de la poesía de la Isla, hay múltiples aspectos que apuntan hacia una particularización del fenómeno.
El primero de ellos sería la explícita intención ya apuntada de intervenir en el canon. Desde las líneas del prólogo, el autor se preocupa por esclarecer las directrices fundamentales de la antología (lo cual no es novedad, todos los que acometen o cometen una suelen hacerlo), por dejar un rotundo retrato del antólogo y por declarar las flagrantes intenciones de este y de su muestra, para sugerir —y buscar— los lectores que necesita. A la postre, esta es una actitud común a las antologías respetables, pero el acto de ponerlo por escrito entraña una palpable y útil beligerancia que encierra la invitación a reinterpretar los ángulos de visión, reescribir pasajes de nuestra historia literaria y sumar y multiplicar las variantes de lectura en vez de restringir o proscribir al estilo de otras recopilaciones. Si se revisa con cuidado el conjunto de rasgos que definen al antólogo y que este desearía para su lector ideal, veremos que Manzano aboga por la convivencia estética, descree de las demandas extraliterarias, sabe que detrás o debajo o al lado de cada gran figura hay otras sin las cuales hubiera sido imposible constatar la estatura del talento, y que está convencido de que la obra de un poeta mayor posee una unidad patrimonial del espíritu y, por ende, el acto de dividirla o polarizarla encubre un crimen de lesa literatura.
Esto último tiene una importancia capital. Gracias a ese afán de conservación patrimonial del espíritu, Manzano elude la trampa de las cronologías, las tendencias, las corrientes, las generaciones y las promociones, por lo general compartimientos estancos más prestos a la exclusión que a la inclusión, y nos presenta a los autores en sus metamorfosis líricas, en su devenir estético, social y antropológico (las lecciones de Feijóo no cayeron, por suerte, en saco roto), en la mayor extensión posible de sus poliédricas dimensiones.
Otro aspecto de vital relevancia es que, ante El bosque de los símbolos, estamos, en verdad, en presencia de dos volúmenes, el conformado por las muestras antológicas, ya sean las de los poetas mayores o ese otro acierto en el que, bajo los acápites de Otras voces (1 y 2) y Poesía de la guerra, Manzano enseña las más variopintas zonas del caldo de cultivo en que crecieran Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, Zenea, Casal o Martí, y el que entretejen las notas introductorias a los autores con que acompaña las selecciones, una deliciosa colección de ensayos breves donde va dando cuenta de sus apreciaciones —agudas, personales, líricas— acerca de la historia de nuestra poesía y del papel que en ella, a su juicio, desempeñan los poetas examinados. Si a ello sumamos las notas biobibliográficas y la bibliografía, constataremos estar en presencia de un acucioso investigador que, aparte de la novedad que busca, y en pos de ella, despliega todos los instrumentos filológicos a su alcance para seducirnos artística pero también científicamente.
Por supuesto, este libro, como cualquier mediación crítica, constituye una obra perfectible, que podemos complementar en nuestros ejercicios de lectura a través de la sana y hasta de la malsana disensión, sin que ello menoscabe un ápice su esencia. Manzano mismo, consciente de que el ensayo y la crítica son work in progress, ya esboza disímiles variantes para determinados autores, planea inclusiones y puntualidades para una hipotética nueva edición y reescribe, al menos mentalmente, otra proposición para su lector ideal, su semejante, su hermano.
Y con esta alusión a Baudelaire entro en otro asunto esencial: a pesar de que, como el subtítulo indica (Patria y poesía en Cuba), este es un volumen destinado al diálogo con la identidad, no lo hace desde posturas de un nacionalismo extremo que roce la caricatura, o peor, el chovinismo, sino asimilando la herencia de nuestro mejor pensamiento (Heredia, Varela, Luz y Caballero, Martí, Varona, Ortiz, Lezama, Vitier, Fernández Retamar), aquel que insiste en alzarnos hasta lo universal desde lo nacional sin perder de vista nuestras especificidades, pero tampoco lo mejor de nuestra herencia. Así, la reminiscencia del verso de Correspondencias (des forêts de symboles), que comparte sus presupuestos con Coleridge y Cassirer, anuncia la voluntad de injertar la cubanía y la cubanidad (sentir y pensar lo cubano, a saber), gracias a su expresión poética, en ese otro árbol del bosque de los símbolos que es la tradición poética de Occidente.