Para mí el libro es el vehículo cultural más íntimo. Con él se establece una complicidad que es imposible alcanzar a plenitud en otras artes. Se lee donde queramos o podamos leerlo, en el momento que escojamos y nadie puede ser partícipe de ese encuentro del texto silencioso y el lector. Su condición de objeto cultural es lo más atractivo que tiene para mí. Pero el libro es mucho más; lo considero una fuente incomparable de aprendizaje y deleite. En ese orden: aprendizaje y deleite. Es posible que lo jerarquice de esa manera porque fue así mi primer encuentro con un libro, y desde entonces mis lecturas funcionan de esa forma. Hoy pienso que lo que escribo, sobre todo en ficción, es favorecido por ese condimento o hábito.
No desciendo de un medio intelectual sino de artesanos: modistas, sastres, ebanistas y comerciantes muy modestos. Pero todos los miembros de mi familia, hasta los abuelos, sabían leer y escribir, y les gustaba leer. El primer libro que tuve en mis manos lo tomé, por curiosidad, de un aparador donde mi madre guardaba las tijeras y otros enseres propios de alta costura. El volumen estaba dedicado a ella por su padre —mi abuelo don Manuel, un español de oficio dulcero—; que se lo había regalado cuando cumplió 23 años. El libro se editó en 1920 y se titula Cuba y los cubanos, edición bilingüe, en español e inglés, escrita para los norteamericanos que venían a Cuba en esa época. Es una especie de guía, pero no una guía turística, sino sobre conocimientos acerca de Cuba, de la industria azucarera, vegas y fábricas de tabaco y otras industrias, además del ferrocarril, así como una breve historia de la Isla, desde la llegada de Colón hasta la República, y un capítulo titulado Breves apuntes sobre la literatura cubana, en el cual aparecen Zequeira, Heredia, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Plácido y Juan Clemente Zenea, con sus obras Ilusión, Al Niágara, Baltasar, Plegaria a Dios y A una Golondrina, respectivamente. También se hace mención a Espejo de Paciencia.
Esta obra singular, escrita por el norteamericano E. K. Mapes y el cubano M. F. Velasco, profesores de lenguas, y publicada en Nueva York, contiene Notas Ejercicios. El lector debe responder a preguntas de esos Ejercicios para comprobar si ha interpretado bien cada capítulo. Por supuesto que mi curiosidad fue tanta que hice los ejercicios. O, mejor dicho, los hacía a cada rato hasta que me aprendía las respuestas de memoria. Cuando eso yo tenía ocho años. Precisamente a esa edad ingresé en la Escuela Anexa a la Normal de Santiago de Cuba, en tercer grado de enseñanza primaria. Antes había estado en dos escuelas privadas de barrio, la de las Plochet y las Texidor. No he olvidado los apellidos de mis primeras maestras porque para mí fueron difíciles de escribir por la «t» de Plochet y la «x» de Texidor.
En verdad aprendí a leer sin darme cuenta. Luego de aprenderme la Cartilla, del Cristo a la Z, buscaba las letras en los periódicos y revistas y formaba palabras. Preguntaba a mi madre, tía y primas en la sastrería —sala de costura—, si estaban bien o mal y me aprobaban o corregían, sin apartarse de la costura.
Cuando alcancé el cuarto y el quinto grado empezó otra etapa en relación con los libros. Mi padre tenía un amigo barbero que leía mucho y le prestaba obras literarias, la mayoría de autores franceses que eran de su preferencia, y yo las leía. El primero que leí de esos libros fue La mujer de 30 años, de Balzac.
Paralelamente me interesé por libros «muy grandes y bonitos» —así les decía— que tenían dos primos míos que acababan de graduarse de médicos. El que más me atrajo fue el de Anatomía y Fisiología, y mi primo «Titino» (doctor Rojas Vía), quien tenía vocación pedagógica, me explicaba lo que no entendía. Otro primo, Raúl Rodón, era técnico de montaje de radio y tenía libros avanzados de esa tecnología y mi interés por ellos fue realmente fascinante. Por eso digo que el aprendizaje y el deleite de la lectura iban de la mano y han ido hasta hoy.
En el primer año de bachillerato por primera vez compré un libro: Buenos días, tristeza de François Sagán, una jovencita francesa que escribía novelas de amor, y luego, de la propia autora, Una cierta sonrisa. Eran best sellers.
Pero seguía con los libros del barbero: El Infierno de Henry Barbusse, La peste de Curzio Malaparte, la Biografía de Fouche, las Cartas de Napoleón a Josefina, La cabaña del Tío Tom, Enriqueta Faver, la mujer-hombre, la suiza francesa que peleó en el Ejército de Napoleón y vivió en Baracoa, un libro antiquísimo, de 1894, que escribió el mexicano Andrés Clemente Vázquez. Como había vivido en Baracoa me interesó muchísimo. Pero no faltaban las obras de Balzac, quien sin duda alguna era el escritor favorito del barbero.
Quiero decir que mis lecturas fueron muy anárquicas, variadas y la mayoría no encajaban con mi edad, pero lo que no entendía lo preguntaba. Sumo a esto los cuentos que aparecían en Maribel y Chic (revistas de moda); Sur, una revista argentina que compraban en casa, y algunas más relacionadas con la moda del vestir. Es obvio que leí los Versos Sencillos de Martí, que se recitaban en la escuela, desde la primaria.
En ese maridaje de aprendizaje y placer por la lectura, la colección cumbre en mi aprendizaje fue El Tesoro de la Juventud, que mi tía y madrina Anita me compró a plazos «porque esta niña es muy curiosa», dijo.
Ya en La Habana, estudiando en la Escuela de Periodismo, la bibliotecaria María Villar Buceta me inclinó a otras lecturas: la primera fue El Quijote, que me encantó y aún leo. Y Enrique de la Osa, en la sección En Cuba, de Bohemia, puso en mis manos a grandes autores: Alejo Carpentier, con El reino de este mundo, y poemarios de Regino Pedroso y Nicolás Guillén, así como obras poéticas de Alfonsina Storni y Gabriela Mistral. Por mi cuenta descubrí a autores norteamericanos que publicaba la editorial Sur, de Argentina, y me atrajo enormemente esa literatura, por la economía de palabras y forma de describir. Casi me envicié con Faulkner, Sherwood Anderson, en Más allá del deseo, Dos Pasos y otros. También leí a Thomas Mann. La primera novela latinoamericana que leí fue La vorágine, de José Eustasio Rivera. Y en cuanto a ensayos, la excelente e imprescindible obra La historia de Cuba en sus relaciones con Estados Unidos y España (los cuatro tomos) de Herminio Portel Vilá, en edición restringida, que él mismo me regaló. Entonces ya había dejado atrás a los Balzac del barbero.