En el año 2011 Roberto Méndez Martínez resultó el ganador del prestigioso premio Alejo Carpentier, en el género de novela por Ritual del necio. El autor, hasta hace poco, era más conocido como poeta y ensayista que como narrador: recordemos que con Viendo acabado tanto reino fuerte obtuvo en el 2001, justo el primer año en que este otro concurso se instaurara, el premio Nicolás Guillén de Poesía, y con Otra mirada a la Peregrina, el Alejo Carpentier de Ensayo 2007.
Cuatro veces ha sido merecedor del Premio Anual de la Crítica, sin contar la cantidad apreciable de libros en varios géneros que tiene publicada. Como narrador, se estrena en 1999 con Variaciones de Jeremías Sullivan y, en el 2010, ve la luz, también por Letras Cubanas, Callejón del Infierno. Tuve la oportunidad de editar esta última y constatar la acogida entre los lectores. Ahora, la dicha vuelve a sonreírme al tener ante mis ojos, para la misma ocupación, la novela premiada por un jurado integrado por Arturo Arango, Lorenzo Lunar y Alberto Guerra, pero a diferencia de la anterior, que enmarca su argumento en la otrora villa de Puerto Príncipe, en el siglo XIX cubano, Ritual del necio trasciende tiempos, fronteras y espacios, para insertarse en la universalidad literaria.
Para que el futuro lector de esta obra comprenda a qué me refiero, se impone esta breve introducción: Richard Wagner (1813-1883) fue un compositor, director de orquesta, poeta, ensayista, dramaturgo y teórico musical alemán del Romanticismo. Es conocido fundamentalmente por sus óperas —calificadas por él como «dramas musicales»— en las que, a diferencia de otros compositores, asume también la escenografía y el libreto.
La influencia de Wagner trascendió la música y llegó hasta la filosofía, la literatura, las artes visuales y el teatro. Y ya estamos entrando en el asunto que inspira la escritura de este artículo: el autor de Tristán e Isolda es una de las fuentes de inspiración de esta novela, por lo que su ópera en tres actos Parsifal es una de las constantes referencias de Roberto Méndez en Ritual del necio Y, por pura coincidencia, Wagner demoró 25 años en terminar su drama, y nuestro autor tenía su texto escrito desde 1999, hasta que lo reescribió y lo renombró en un verano y fue presentado en el concurso que le valiera tal satisfacción.
Gracias al gran conocimiento que posee sobre literatura, dramaturgia, danza, y música universal y cubana, Roberto Méndez trae a su obra a otros personajes y autores clásicos como el Virgilio de Dante, la Cecilia de Villaverde, Homero, Silvestre de Balboa, Lezama, Julián del Casal, Virgilio Piñera, los coros griegos, junto a otros personajes contemporáneos, como el Musicólogo, el Gordo, la Víbora, la Náufraga, la Sonora Matancera, tal vez para contraponer o sustentar la imbricación cultural entre lo clásico y lo popular, lo universal con lo nacional, la fabulación con la realidad, lo onírico con el despertar, como fuerte raíz que respalda lo «amulatada» de nuestra identidad y, también, ¿por qué no?, para magnificar la mitología, la literatura, la historia, la filosofía y el arte.
Ritual del necio posee una estructura compleja, que en lo esencial tiene dos niveles: uno supuestamente realista, en el que habitan personajes habaneros de la década del 90; y otro, donde subyace una trama paralela remitida a un ámbito ficticio y simbólico, el del manuscrito que un amigo suicida envía al musicólogo Andrés a través del correo postal. Ambos planos dialogan y cada uno incide en el otro, pues ni el plano realista lo es tan puramente, y el ficticio tiene nexos fuertes con la cotidianidad. Por tal motivo, tendremos en esta obra una comunión de varios géneros: parlamentos teatrales, poesía, epístolas, que, conjugados con la impecable narración que va adecuando su lenguaje en dependencia de las épocas por las que supuestamente transita, hacen de esta novela no solo una verdadera alegoría a la inocencia y a la tropicalización del drama wagneriano —aquí como símbolo de lo universal—, sino que se yergue como una de las más increíbles creaciones actuales, ejemplo indiscutible de la buena y perdurable literatura.
Estamos ante la presencia de una novela equilibrada, bien imbricada, en la que determinados capítulos lo mismo nos traerán a la memoria páginas de obras universales o pasajes de la vida cotidiana de un momento que marcó un verdadero hito en todos los cubanos: el denominado período especial, cual alegoría entre lo maravilloso y lo real.
Para concluir, quiero citar las palabras del propio autor en una de las entrevistas que a propósito de la obtención del merecido premio Alejo Carpentier se le realizara:
«En todo libro subyacen las obsesiones del autor. En este, creo que las obsesiones mayores tienen que ver con la imposible definición de lo cubano, sus relaciones con lo universal, así como con los mitos que están en nuestra raíz, encarnados en obras y autores de nuestra historia cultural, desde Espejo de paciencia, hasta Virgilio Piñera, Celia Cruz y Ela O’Farrill. No es extraño que en busca de definiciones decida aclimatar el mito de la búsqueda del Grial y la redención por la inocencia. No significa que yo haya obtenido respuestas “científicas” a mis preguntas, sino que he podido volcar en esas páginas muchas angustias e incertidumbres. Las interrogantes quedan planteadas».