Participó en más de 500 combates y fue herido 19 veces en ellos. Estuvo en las tres guerras y sobresalió también por su sentido de la disciplina
Participó en más de 500 combates y fue herido 19 veces en ellos. Estuvo en las tres guerras y sobresalió también por su sentido de la disciplina. Secundó la Protesta de Baraguá e inició la Guerra Chiquita en el sur de Oriente. Padeció las cárceles españolas y, al fugarse de ellas por segunda vez, sufrió toda suerte de privaciones en el largo periplo de dos años que lo llevó a Argelia, Francia, Estados Unidos y Jamaica antes de que pudiera viajar a Panamá, a fin de rencontrarse con su hermano Antonio.
Ya en Cuba, al iniciarse la Revolución del 95, quedó aislado de su grupo y vivió una verdadera odisea hasta encontrarse con un pequeño destacamento mambí. Por la impetuosidad en sus cargas contra el enemigo y su valor a toda prueba mereció el sobrenombre del León de Oriente. Es también el Héroe de Majaguabo. Era, se dijo, un hombre que valía por 100.
Durante la Guerra Grande sobresalió en combates de la significación de los de Naranjo-Mojacasabe y Las Guásimas, y en Mangos de Mejía salvó a Antonio de una muerte segura. En la Guerra Chiquita, cuyo inicio anunció a gritos en las calles de Santiago, se anota la importante victoria de Peladero, y propina al enemigo una derrota fuera de serie en la localidad guantanamera de Arroyo de Agua…
El nombre del mayor general José Marcelino Maceo y Grajales (José Maceo) está bien escrito en la historia y en la leyenda. Nació en Majaguabo, San Luis, el 2 de febrero de 1849. El 5 de julio de 1896, hizo ahora 129 años, durante el combate de Loma del Gato, recibió un balazo en la cabeza que lo derribó del caballo. Su médico, Porfirio Valiente, pudo extraerle el proyectil, pero murió pocas horas después en Soledad de Ti Arriba, el mismo sitio donde recibiera, en 1868, su bautismo de fuego. Sus compañeros ocultaron celosamente sus restos que, después de cinco entierros, reposan, junto a los de otros 29 patriotas, en el Retablo de los Héroes del cementerio patrimonial de Santa Ifigenia.
Sus hazañas, que lindan con lo inverosímil, ocultan a veces al hombre sencillo, sentimental y candoroso que solían evocar sus compañeros en la manigua.
El amor por la música es una de las facetas menos conocidas del general José Maceo. Durante mucho tiempo se dijo que había compuesto él mismo la música de una marcha. Lo que está fuera de toda duda es que fue el organizador de la única banda de música con que contó el Ejército Libertador en la provincia de Oriente.
Para José Maceo sus músicos eran sagrados. Se cuenta que, en un combate, un jefe intermedio colocó a la banda en un lugar de peligro. El general José rectificó de inmediato la orden. Con su tartamudeo característico, dijo a su subordinado:
—Sepa usted que los músicos son aquí insustituibles. Si a usted lo matan, yo tengo con quién remplazarlo de inmediato. Si me matan a mí, ocurriría lo mismo con solo correr el escalafón. Pero si muere uno de los componentes de la banda, ¿con quién vamos a remplazarlo?
Se quejaba de que sus músicos interpretaran, por lo general, la música del enemigo.
—Estoy cansado de tantos pasodobles españoles —dijo en una ocasión al corneta Sotero Sánchez, un santiaguero al que apodaban «el Cadete».
Tarareó entonces algunos compases, el músico cogió la idea y escribió un pasodoble que tituló La estrella de Oriente, y dedicó al general José Maceo, «cabeza de la Revolución». El general la escuchó con atención, tarareó compases de un toque de corneta y preguntó al compositor si le parecían bien para añadirlos a la pieza. Sumó el hombre dichos compases a la introducción de su pasodoble y los repitió en el curso de la melodía. Como era además instructor de corneta, difundió esos compases, que se convertirían en la diana de casi todos los campamentos orientales. Complacido, cada vez que escuchaba La estrella de Oriente, José Maceo decía «mi marcha».
Muchos años después, el Cadete confesaría a Rafael Esténger, de la revista Carteles, de La Habana, que si el general José hablaba de «mi marcha» era porque a él estaba dedicada. Evocaba a su antiguo jefe como un enemigo de toda ceremonia. Rudo, pero candorosamente sincero; cariñoso con su tropa. Tan temerario como afectuoso. En los momentos de mayor peligro del combate solía acercarse a algunos de sus subordinados para cuidarlos y aconsejarlos, y evitar así que se expusieran inútilmente. «Me trataba como si yo fuera de su tamaño», dijo Sotero a Esténger.
Evocó la tarde en que el jefe le preguntó si recordaba el baile de «convenidos», fiesta que auspiciaron en Santiago de Cuba los «convenidos» del Zanjón, esto es, los que le aceptaron a España el convenio o pacto de ese nombre que interrumpió el curso de la Guerra Grande. Un baile de guayaberas criollas y espadones coloniales. Sotero ciertamente lo recordaba. Lo presenció, siendo niño, en una casa situada frente a la plaza de Dolores. Inquirió el general: «¿No te parece que ahora se vuelva a dar otro baile de “convenidos”?». Protestó Sotero y dijo con énfasis: «No me parece, general». Pero José quedó pensativo y triste, preso quién sabe de qué presentimiento.
Cuando tocaban retreta cada tarde, el jefe insurrecto se acercaba a los músicos. Sentado en la hamaca, con la barba en la mano, permanecía pensativo. «Parecía meditar hondamente al compás de la música», recordaba Sotero.
Se incorporó al Ejército Libertador el 12 de octubre de 1868, dos días después de que Carlos Manuel de Céspedes iniciara, con el llamado Grito de Yara, la lucha armada contra España, y ese mismo dia le tocó entrar en combate. Impuso en las tres guerras sus dotes como jefe, en los combates de Sao del Indio, Jobito, Arroyo Hondo, Maibío, La Tontina, La Galleta, Santa Rita de Burenes…
Se hace indetenible la cadena de victorias del general José; su estrella parece indeclinable. Después de su ascenso a mayor general, el 28 de abril de 1895, queda al frente de los regimientos Moncada y Crombet, con los que comienza a formarse una División cuyo mando asumió, y cerró el año con cerca de 20 combates victoriosos. Entre enero y julio del año siguiente repitió la victoria en otras nueve batallas.
En octubre de 1895, días antes del comienzo de la invasión hacia occidente, Antonio entregó a su hermano el mando de la provincia oriental (primero y segundo cuerpos del Ejército Libertador), cargo en el que el General en Jefe lo ratifica con carácter interino. En abril del año siguiente, el Consejo de Gobierno nombra jefe de dicho departamento al mayor general Mayía Rodríguez. José renuncia al cargo, pero se niega a entregar su jefatura sin una orden expresa de Máximo Gómez. Desiste Mayía, y continúa José en su mando hasta mayo, cuando debe traspasarlo al mayor general Calixto García. Está cansado de las sucias maniobras del Consejo de Gobierno con la anuencia de Calixto en su contra. Vuelve a presentar su renuncia, pero no es aceptada. Queda como jefe del Primer Cuerpo.
En su entrevista con Esténger, recuerda el Cadete el combate de El Triunfo, en las inmediaciones del ingenio azucarero de ese nombre, en la provincia de Oriente, el 29 de abril de 1896. La pelea se inclinaba ya a favor de las huestes mambisas cuando el teniente coronel Enrique Thomas le avisa que el general quiere verlo. Se acerca el músico a su jefe con el bombardino en la mano, y desde su caballo el general ordena:
—¡Cadete! ¡Toque mi marcha!
El enemigo se bate ya en retirada cuando el pasodoble de Sotero Figueroa irrumpe en el fragor del combate. Primero, los toques de clarín, los que dictara el propio general; después la marcha enérgica, marcial, cubana.
De pronto, una voz poderosa grita junto a la banda de músicos: «¡Viva el general José Maceo!», y un coro inmenso responde con un «¡Viva!» que llena el campo de batalla. La victoria sonríe a las armas mambisas. Flamea la bandera cubana desgarrada y alegre en el asta torcida por el viento.