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En tranvía por La Habana

El primer tranvía eléctrico circuló en la capital cubana en 1901, y el maquinista podía ser criollo si era blanco, pero la plaza del conductor estaba reservada solo para españoles

Autor:

Ciro Bianchi Ross

Un fiel lector me intercepta en la calle. Sabe que el escribidor abordó el tema en otras ocasiones, pero me pide que, si puedo, escriba una vez más sobre los tranvías, esa carroza «lenta, constitucional y democrática», como les llamó Nicolás Guillén en una de sus crónicas. Voy a complacerlo hasta donde pueda y trataré, sobre todo, de decir algo nuevo, lo que creo difícil a estas alturas. De cualquier manera, como decía Alfonso Reyes, el sabio mexicano, «prefiero repetirme a citarme». Abordé este tema por última vez en 2009. 

Por lo pronto, me permito recomendar la lectura de Tranvías en La Habana (Ed. José Martí, 2014) de Lázaro Eduardo García Driggs y Zenaida Iglesias Sánchez, y de Los rieles que hicieron ciudad; Tranvías en La Habana (Ed. Boloña, 2018) de Michael González Sánchez. 

El primero de ellos, una amena historia, profusamente ilustrada, propicia al lector «un acercamiento a ese olvidado medio de transporte que dotó a nuestra ciudad de un halo romántico singular», mientras que el segundo, también con muchas ilustraciones, aborda su evolución tecnológica y empresarial a partir del análisis histórico de la transportación pública citadina a finales del siglo XIX y durante las cinco décadas iniciales de la centuria siguiente. 

Cuando se anunció su desaparición, mi padre, para que tuviese ese recuerdo, me hizo fotografiar delante de uno de ellos en las inmediaciones del parque de Octava y B, en Lawton, aledaño a la granja Delfín, que para niños de familias de escasos recursos costeaba de su bolsillo el ya cardenal Manuel Arteaga. 

Comenzaba la década de 1950 y una lenta agonía precedió a la extinción de los tranvías. Guillén, en una de sus crónicas, aludió a su «parálisis progresiva» porque los carros y la infraestructura se fueron deteriorando sin que su propietario, la Havana Electric Railway Co., que tenía sus oficinas centrales en Reina y Ángeles, acometiera las inversiones imprescindibles para salvarlos. 

Todo obedeció a un turbio negocio, que enriqueció a los grandes propietarios de la compañía y arruinó a los pequeños accionistas, encaminado a dar entrada a la empresa de los Autobuses Modernos, que trajo aquellos ómnibus de fabricación inglesa, remanentes de la 2da. Guerra Mundial y pintados de blanco a los que los habaneros no tardaron en bautizar como «las enfermeras».   

El servicio tranviario empezó a paralizarse progresivamente, más en el orden de la eficacia que en el de las utilidades, pues si en 1942, con 521 carros, la empresa que los operaba recaudó algo más de dos millones de pesos; en 1944, con 420 coches, obtuvo ingresos por algo más de cuatro millones y medio, y tres años después, con solo 400 vehículos en uso la recaudación sobrepasó los siete millones. 

¿Qué sucedía? Más que de muerte natural, el tranvía moría asesinado en Cuba. Afirmaba la revista Bohemia: «Congestionados hasta el máximo, los arcaicos vehículos dejaban de ser elemento de utilidad pública para transformarse en instrumentos de tortura urbana». 

En los años 30 y 40 del siglo pasado la prensa cubana se inundaba de anuncios como este: «Mande a sus hijos a la escuela en tranvía; llegarán seguros». Esa seguridad, tranquilidad y confianza desaparecerían con el fluir del tiempo. 

Dos plataformas

Dos motoristas operaban el tranvía. Uno de ellos, el maquinista, ocupaba su lugar en la plataforma delantera, en tanto que la del fondo era el feudo del conductor. En esta viajaban los que abordaban el vehículo para tramos cortos y los que no pudieron hacerse de un asiento. En la delantera se trasladaban de manera gratuita carteros con las grandes bolsas de cuero en las que trasegaban la correspondencia, y policías siempre que estuviesen de servicio, lo que se evidenciaba con el uso del club o tolete.

Entre una plataforma y otra, y a cada lado de un pasillo, corría un cuerpo de asientos dobles, de mimbre, refugio no pocas veces de chinches y otros insectos. Como los asientos estaban dispuestos sobre el motor y los juegos de ruedas, el pasajero quedaba alto en relación con la calle. Esto no era obstáculo a la hora de abordar o descender del tranvía porque entre el pasillo y las plataformas había un peldaño y otro más entre las plataformas y la acera que facilitaban al viajero las maniobras de subida y bajada.

La velocidad no se medía por kilómetros ni millas, sino mediante una escala que iba del uno, velocidad mínima, hasta el nueve, que era la máxima. 

El dispositivo que permitía dar velocidad al tranvía o reducirla, se hallaba a la izquierda del maquinista, que en caso de urgencia podía también accionarlo a «contracorriente», con lo que conseguía que las ruedas se movieran en sentido contrario. El freno, de retranca, se operaba haciendo girar una manivela. Había un pedal frente a su pie derecho. El maquinista lo pisaba cuando debía regar arena entre los rieles a fin de evitar que el tranvía patinara a causa de la lluvia o por el jabón que en sus protestas o novatadas colocaban los estudiantes en las paralelas. Mediante una soga, hacía el maquinista sonar la campana del tranvía.

El maquinista estaba provisto de una palanca de acero con la que movía las agujas que cambiaban la dirección de los rieles. El conductor se ocupaba de los troles, que suministraban electricidad al vehículo, cada vez que perdían contacto con los cables o cuando se cambiaban las agujas.

L de Lawton; V de Vedado

Una parrilla sobresalía de la parte baja de la careta del tranvía; evitaba que llegasen a las ruedas objetos que hubieran podido acumularse en la vía. 

Además de las ventanillas laterales —todos coinciden en afirmar que era muy frescos—, el tranvía tenía otras tres ventanillas en la plataforma delantera. Encima de ellas y hacia la derecha aparecía una letra, que era la de la terminal o paradero, seguida por un número que indicaba la ruta o línea, y a su lado, en la parte central, otro número que era el de serie del vehículo. Debajo de las ventanillas y encima de la parrilla, una banderola, con sus colores correspondientes, precisaba el recorrido. Los colores ayudaban a los analfabetos, que eran muchos, a orientarse sobre el tranvía que necesitaban tomar.

Llegaron a circular más de 30 líneas de tranvías en La Habana y sus barrios. Las V salían del paradero de El Vedado; las P, del de Príncipe; las C, del de Cerro, las M del de Jesús del Monte. De este salía también el L-4 –Lawton-Parque Central- y las I y las F lo hacían del paradero de El Vedado. La terminal de Jesús del Monte se ubicaba en la calzada de ese nombre, donde luego de emplazó el paradero de ómnibus de la Víbora. El del Cerro en esa calzada esquina a Primelles. El de Príncipe, al pie de la loma donde se construyó esa fortaleza. El del Vedado, en lo que hoy es la estación cultural de Línea y 18.

Hubo tiempos en que coexistieron ómnibus y tranvías. Los primeros —decía Jorge Mañach— ofrecían cierta impresión de volubilidad, atenidos al arbitrio del chofer, pese a lo prestablecido de su itinerario y gozaban de la preferencia de los individualistas a ultranza, mientras que los tranvías atraían más a gente subalterna y de espíritu conservador que gustaba de ir siempre sobre rieles.

Hace ya muchos años, José María Chacón y Calvo, director de la Academia Cubana de la Lengua y una de las grandes figuras de la crítica erudita, confesó al escribidor que había aprovechado los viajes en tranvía entre su casa, en I entre 15 y 17, en el Vedado, y el Havana Yacht Club, en la playa de Marianao, y viceversa, para leerse las prosas completas de Francisco de Quevedo, que en los dos tomos de la edición de Aguilar suman casi 3 500 páginas. Hecho que no comprendí porque el sexto conde de Casa Bayona tenía automóvil propio con chofer. En cambio, alguien tan dinámico y vital como Raúl Roa no era remiso a expresar que siempre prefirió la guagua al tranvía y la pelambre descubierta al sombrero.

Final del viaje

En La Habana, donde el primer tranvía eléctrico circuló en 1901, el maquinista podía ser cubano si era blanco, pero la del conductor era plaza reservada a españoles. Privilegio que erradicó el decreto llamado de la nacionalización del trabajo promulgado por el presidente Ramón Grau San Martín en noviembre de 1933, que obligó a las empresas establecidas en el país a que fuese cubana la mitad de su empleomanía. Aun así, no fue hasta bien avanzada la década del 40 cuando entró el primer negro a laborar en los tranvías. 

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