Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Destitución y muerte de Miguel Mariano Gómez (I)

Autor:

Ciro Bianchi Ross

La celebración en Washington de un juicio político contra el presidente Donald Trump, trajo a la mente del escribidor que en La Habana de diciembre de 1936, el Senado de la República juzgó y destituyó al presidente Miguel Mariano Gómez. Actuó ese cuerpo colegislador bajo la presión del coronel Fulgencio Batista, jefe del Ejército, que conspiraba en Pinar del Río contra el mandario y amenazaba con marchar sobre la capital al frente de sus tropas, y con el beneplácito del embajador norteamericano, el siniestro Jefferson Caffery, quien había comunicado a Batista que su Gobierno no aceptaría un golpe de Estado, pero sí «una destitución legal, conforme a las normas constitucionales vigentes». En otras oportunidades (8 de mayo de 2005 y 1ro. de julio de 2012) abordamos el tema en esta página. Ahora, con nuevos elementos, volvemos sobre el asunto.

Encerrar a Batista

«Hay que encerrar a Batista en los cuarteles y devolver al poder civil todas las prerrogativas usurpadas por los militares», repetían una y otra vez amigos y colaboradores al Doctor Miguel Mariano Gómez y el presidente de la República, excitado en su celo civilista y con olvido de que debía su posición al jefe del Ejército, quiso serlo de hecho y de derecho. Duró siete meses y cuatro días en el cargo. El Senado, convertido en tribunal de justicia, lo destituía el 24 de diciembre de 1936 y Miguel Mariano salía del Palacio Presidencial como bola por tronera.

El año de 1935 se caracterizó por una represión sangrienta. Atentados, ataques policiacos a la prensa, agitación estudiantil y pugnas insalvables entre los revolucionarios de antaño, precedieron a la huelga de marzo, que fue sofrenada con saña. Se clausuró la Universidad de La Habana, la única que existía entonces, y tanto los auténticos como los comunistas y los seguidores de Antonio Guiteras eran considerados al margen de la ley. Regían leyes de excepción y funcionaban los tribunales de urgencia. Las cárceles se llenaban de presos políticos, las embajadas, de refugiados, y buques y aviones trasladaban al exterior a los que se expatriaban.

El doctor Grau San Martín, que capitalizaba, al frente del Partido Auténtico, fundado un año antes, las esperanzas de la ciudadanía, se hallaba en el exilio, y el Gobierno aplazaba la convocatoria a la asamblea constituyente por la que clamaba el país. Se promulgó una Ley Constitucional que calcaba la Constitución de 1901 y dejaba fuera de su texto las conquistas populares conseguidas tras la caída de Machado, durante el período grausista de los cien días.

Es en ese clima enrarecido en que se preparó la vuelta a la «normalidad» con los comicios previstos en un inicio en el mismo 1935 y que a sugerencia de un asesor norteamericano llamado a La Habana se pospusieron para enero del año siguiente. Carlos Mendieta, dócil instrumento de Batista, por exigencias de Mario García Menocal, debió renunciar a la presidencia y lo sustituyó José Agripino Barnet Vinajeras.

Eduardo Chibás, entonces en las filas del autenticismo, decía en la revista Bohemia: «¿Qué validez moral pueden tener unas elecciones que prescinden de la voluntad, expresa o tácitamente manifestada, de un millón cuarenta y cuatro mil electores? ¿Qué elecciones son estas que se van a celebrar… con miles de presos políticos en las cárceles y millares de cubanos en el destierro?».

Pero de otra opinión eran los políticos tradicionales ansiosos de llevarse el jamón. Así, para la justa electoral, el Conjunto Nacional Cubano nominó a su caudillo natural, el general Menocal, y el Partido Liberal, a Carlos Manuel de la Cruz, íntimo de Batista y a quien despostuló luego para apoyar, junto al Partido Acción Republicana y la Unión Nacionalista, a Miguel Mariano Gómez que, con el respaldo del jefe del Ejército, se alzaría con la presidencia gracias al fraude y con la abstención de la mayoría ciudadana.

Bien pronto se hicieron evidentes las diferencias entre Batista y Miguel Mariano. El hombre que mandaba desde el campamento de Columbia no coincidía con el que nominalmente mandaba en Palacio y la divergencia se hizo crítica cuando Miguel Mariano, en uso de sus facultades constitucionales, vetó la ley, impulsada por los batistianos en el Congreso, que establecía un impuesto de nueve centavos por cada saco de azúcar producido.

Dinero que el Ejército emplearía en la construcción de los institutos cívicos militares y 3 000 escuelas rurales. El Presidente, atrincherado en su defensa del poder civil, pese a que debía el cargo a Batista, argumentó su veto diciendo que la instrucción de la niñez y la construcción de escuelas correspondían al Ministerio de Educación y no a las Fuerzas Armadas. Miguel Mariano había sellado su destino.

Se rompen las hostilidades

Decidido a gobernar con plenas facultades, Miguel Mariano Gómez disgustó a Batista desde el momento mismo de la designación de su gabinete, que conformó sin contar con el parecer del exsargento taquígrafo. Luego trató de eliminar las prebendas que disfrutaban los militares en la Renta de Lotería y se opuso tenazmente a que el coronel implantase, al margen de las secretarías de Defensa, Educación, Salubridad, Obras Públicas y Agricultura, consejos corporativos autónomos de esas disciplinas, regidos por gente de su confianza. Los asesinatos de revolucionarios agravaron la situación; el primer mandatario no estaba dispuesto a soportarlos pasivamente.

Las cosas parecieron mejorar tras la cena que el Presidente y la Primera Dama ofrecieron en Palacio en honor del jefe del Ejército y su esposa, Elisa Godínez. Vana ilusión. Batista se empeñaba en mantener las mismas prerrogativas que empezó a disfrutar en enero de 1934, cuando propició la salida del presidente Grau del poder. Se hizo entonces de una mayoría congresional adicta.

Algunos parlamentarios —Lucilo de la Peña, Carlos M. Palma, Joaquín Pedraza, hermano de José Eleuterio…— pertenecían a la Reserva Militar y llegaron al Congreso por vía del Ejército, en tanto que otros podían ser comprados o coaccionados por el omnipotente comandante Jaime Mariné, ayudante del coronel Batista, que había llegado de España en 1924 como caballerizo de la bestia que el rey Alfonso XIII enviaba de regalo a Menocal con motivo de los comicios de ese año, en los que a la larga resultó perdedor frente a Gerardo Machado.

Marcha sobre La Habana

Batista trató de pasar en el Congreso la ley que establecía el impuesto de los nueve centavos por cada saco de azúcar elaborado en el país. Fue aprobada por el Senado y remitida a la Cámara, donde no tuvo la misma suerte. Parlamentarios liberales y de Acción Republicana acordaron negarle su apoyo y expulsar a aquellos que no aceptaran el acuerdo. La mayoría cameral, sin embargo, acordaba por su parte discutir la ley en sesión extraordinaria, el 18 de diciembre.

Mientras tanto, Batista se reunía en Mantua con militares y parlamentarios y advertía que de no aprobarse la ley marcharía sobre La Habana con tropas a sus órdenes, y el embajador norteamericano afirmaba que solo aceptaría «una destitución legal» del Presidente. Eso a la larga quería también Batista, pero temía que el trámite se demorara demasiado, ya que era su deseo ver a Miguel Mariano fuera de Palacio antes de que el presidente Roosevelt y el Secretario de Estado, a la sazón en la Conferencia Panamericana de Buenos Aires, regresaran a Washington.

Batista se hacía recibir en triunfo en varias poblaciones pinareñas, anunciaba en Guane el acuartelamiento del Ejército y lanzaba una especie de amenaza sobre la caída inmediata de Miguel Mariano. Mariné recibía instrucciones de Caffery y concedía a los congresistas un plazo de 72 horas para que procedieran contra el Presidente. De no hacerlo, se disolvería el Parlamento.

Aprobada por la Cámara, la ley se remitió al Presidente. Miguel Mariano declaró que la estudiaría, pero que se sentía tentado a vetarla porque la estimaba un precedente fascista. La mención el veto —facultad constitucional del Presidente— fue el clavo ardiendo de donde se agarraron sus enemigos para urdir la moción acusatoria. Lo acusaron de coartar el libre flujo del Poder Legislativo.

Recoger la firma de las dos terceras partes de los representantes para echar a andar el proceso, fue tarea que se confió a Jaime Mariné. Escenas bochornosas se presenciaron en el Capitolio. Los ayudantes del jefe del Ejército, seguidos de numerosos soldados, buscaban a los legisladores conminándolos a estampar sus firmas. Precipitadamente fueron convocados la Cámara y el Senado para la sesión extraordinaria del 21 de diciembre, con el fin de tratar la acusación, que en la sesión cameral fue aprobada por 111 votos sobre 45. La Cámara designó como acusadores a los representantes Carlos M. Palma, Antonio Martínez Fraga y Felipe Jay.

El 23 se reunió el Senado bajo la presidencia del magistrado Juan Federico Edelman, titular del Tribunal Supremo. El secretario del cuerpo, Guillermo Alonso Pujol, había renunciado por «razones de enemistad con el presidente Gómez», pero todos sabían que tanto él como Carlos Saladrigas y Gonzalo del Cristo eran los encargados de confeccionar la fórmula seudolegal que eliminara al mandatario. Conocedor de toda la trama, Miguel Mariano Gómez se negó a convalidar la mojiganga con su presencia, limitándose a remitir al Capitolio el escrito con sus descargos.

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