Reynaldo González es, tal vez, el más vital entre nuestros premios nacionales de Literatura. Acaba de alcanzar la edad de 75 años. Director de la excelente revista La siempreviva, siete veces reconocido con el Premio de la Crítica, ganador del Premio Nacional de Periodismo Cultural y, sobre todo, un intelectual que se pasea por todos los géneros de la literatura con igual eficacia y rigor, el autor de Contradanzas y Latigazos sigue siendo un juez impenitente de cuanto ocurre en nuestro panorama cultural.
Mezcla todos los géneros y es impredecible cuando de escribir sobre un determinado tema se trata. Lo dice todo como debe decirse: sin pelos en la lengua. Y de esa manera contestó a mis preguntas, lo cual no me asombró. Porque además de ser su amiga siempre he pensado que no hay distancias entre lo que conversa en privado y lo que confiesa en público. De ahí su respetable autenticidad.
Con esta entrevista que mucho disfrutará el lector, El Tintero quiere recordar su cumpleaños pero también dar a conocer lo que opina sobre su propia obra y sobre la de otros, una oportunidad que no podíamos dejar escapar.
—A los 75 años, con tantos premios y reconocimientos, y tan favorable percepción de tu obra por la crítica, ¿sientes todavía el deseo de seguir escribiendo? ¿Ensayos, novelas o cuentos?
—Escribir es mi razón de existencia. Escribo para responder mis propias interrogantes. Interrogar es, también, mi manera de existir. Resulta que esa inquietud no la aplacan premios ni honores. Tampoco las dificultades que me pongan en el camino, porque las convierto en preguntas. Y vuelta a empezar. Serán ensayos y novelas, decantación que me dieron los años.
—La mayor parte de tu obra está signada por una pasión: Cuba. Sin embargo, hay una novela magistral, Al cielo sometidos en que te vas a otro mundo y época. ¿Puedes explicar el porqué de esta suerte de desvío?
—Iba buscando una respuesta al origen cultural de la América hispana que no estuviera en los libros y me topé con pícaros. No los traté como a culpables, sino como fundadores, y nos enredamos en una discusión. Casi salí hablando español antiguo, pero me inventé otro, virtual. Con esa novela, que también coleccionó premios, entré por unanimidad en la Academia Cubana de la Lengua. Aclaro que no es un desvío, sino una de las tantas zancadillas que la libertad le pone al creador, a quien es difícil pastorear. Esa novela habla por mí.
—Siendo miembro de la Academia de la Lengua, debes otorgar mucha importancia al idioma en tu obra. ¿Qué te seduce más el argumento o la forma que escoges para expresarte?
—El idioma en el escritor es como la música en el oído del compositor, nace, no se hace. Conozco a quienes pierden las uñas garrapateando cuartillas y continúan con la incurable prosa del notario. O dan un recibimiento o recitan un obituario. Por supuesto que el idioma se enriquece y se afila. En cuanto a forma y argumento, lo uno llega con lo otro, te lo exige. El que no pesca la señal no da pie con bola. Lo peor es que la gente con esas manías no se enmiendan.
—¿De dónde te viene ese sentido del humor que es un sello distintivo de tu literatura. ¿Te consideras un escritor irónico?
—Eso dicen, que soy irónico. Pienso que lo consideran así porque pecan de solemnes, incluso cuando la pose no corresponde a la puesta en escena. No es lo que son, sino lo que quieren parecer. También ocurre en su literatura. ¿No han notado que al leer en público parecen otras personas, engendros de sí mismos? Sueltan, con voz de ultratumba, unos textos que no sonríen ni comunican. No alabo el choteo —no correspondería a quien escribe mis libros—, pero ante algunos que siempre están de tribunicios o funerarios, me viene una trompetilla, para desalmidonarlos. Los imagino al llegar a la casa: ponen el traje en la percha y corren el riesgo de guardarse a sí mismos en el armario. El escritor debe distanciarse un poco de todo, para ver mejor. Recomiendo huir de los lugares comunes sentimentales y graves al describir mejor lo que observaron. Deben ver algo más que la ceremonia. ¡Y no permitirse una moraleja! Al lector lo revientan los consejos. Si por esas consideraciones me califican de irónico, es un elogio. La ironía es parte de la sabiduría.
—¿Qué virtudes y defectos señalarías a las más jóvenes generaciones de escritores cubanos?
—Observen lo que escriben sus colegas y láncense por otro rumbo. Existe el riesgo de que toda una generación esté escribiendo un mismo libro sin proponérselo. Lean mucha literatura diversa, no sigan una única tendencia, agucen la mirada para ver no lo que está escrito, sino cómo. No existen decálogos para escribir con eficacia. Lo que en una época se tiene por eficacia no siempre es amigo del talento, sino de la reiteración.
—¿Nos deparas alguna sorpresa literaria para el futuro próximo?
—Las sorpresas no se cuentan. Aunque en la holgazanería ambiente se me ve laborioso, son los premios los que abultan. Investigo más que escribo. Me avergonzaría entregar escuálidos manojos de hojas solamente hablando de mí mismo, una suerte de autobiografía por entregas. Eso le pasa a quien se cree perfecto. No es un pecado capital la haraganería, quizá venal, pero para mí es uno de los peores. Ya que me pongo bíblico agrego que en mi reino, sí de este mundo, los haraganes están condenados. Porque alguien trabaja por o para ellos.