Cuesta pensar que un contemporáneo, aunque fallecido, alcance la venerable cifra de cien años. Nos está pasando a algunos, lo cual afirma la coincidencia de generaciones y, por supuesto, el paso del tiempo.
En el caso de Pedro Deschamps Chapeaux (abreviado Deschamps por los amigos), el asunto era más notable por la generosidad de su carácter y la accesibilidad que siempre dispensó a quienes éramos jóvenes. Nuestras primeras conversaciones ocurrieron en la Biblioteca Nacional, en el cubículo frecuentado por Juan Pérez de la Riva (cuyo centenario también estamos conmemorando este año), convertido en taller para sus trabajos conjuntos, que tanto han beneficiado la investigación histórica. Yo era un recién llegado, pero no me trataron como a intruso porque me facilitaron conocimientos que hubieran requerido años de esfuerzos. Les agradó el interés de quien pugnaba por conocer nuestro siglo XIX obviando las raquíticas informaciones y las torceduras de una historiografía rutinaria, más repetidora de eslóganes que de certezas confirmadas. Deschamps ya había publicado El negro en el periodismo cubano en el siglo XIX (1963) y trabajaba en su valiosísima investigación El negro en la economía habanera del siglo XIX (1971). Pisaba terreno firme en el esfuerzo de vindicar su raza yendo de la intelectualidad a la gente sin rostro que llaman «la masa», corporeizada junto a De la Riva en la edición conjunta Contribución a la historia de la gente sin historia (1974). Siguiendo sus pasos conocí aspectos esenciales del cimarronaje urbano y la participación de los llamados «pardos y morenos» en la compleja vida colonial cubana. Mucho agradecerían, después, mis páginas a las suyas. Gran parte de mis textos sobre el XIX, la novela Cecilia Valdés y el narrador Cirilo Villaverde están punteados por sus hallazgos. Deschamps Chapeaux fue un caso notable de autodidactismo. No estudió Historia sino Química Industrial; cumplió innúmeros trabajos de superviviente, como tantas personas de talento en una sociedad que escatimaba lauros a muchos que los merecían, y se empeñó en observar la trayectoria cubana desde el sitio donde habitaban los desheredados. Su obra fue un detallado retrato de su clase. En sus libros no hallamos largos y entretejidos análisis, sino fragmentos de vidas vividas, de individualidades perdidas en el conjunto y rescatadas por su laboriosidad. Es como si de un amplio tapiz alguien individualizara la figura menos sobresaliente que, sin embargo, resulta fundamental porque sin ella perderíamos la significación del conjunto. Es el valor de la tan desdeñada factografía. Se comprende al apreciar la trascendencia de ese punto que otorga brillantez al panorama. Los oficios y las dedicaciones de los protagonistas rescatados por él fueron, exactamente, ejes de la realidad observada, apoyos que la rescatan de la neblina del tiempo. Como los seres anónimos de sus libros, tanto como escribir la historia, Deschamps Chapeaux la vivió con la humildad dictada por su origen. En obra y en persona fue una viva referencia del pasado que documentó con acuciosidad. Labró su prestigio sin recibir dádivas ni acceder a concesiones, teniendo como blasón la honestidad intelectual. Trabajaba en el Instituto de Etnología y Folklore de la Academia de Ciencias. Nos reíamos cuando al final de extensas caminatas conversadas lo despedía en la parte trasera del Capitolio Nacional, donde estaban las oficinas, y me decía: «Mi entrada es como la de mis abuelos, la de la servidumbre». Si servidumbre suena feo y peyorativo, una acepción dignificante es el servicio cumplido al bien común. Su dedicación fue premiada cuando la Universidad de La Habana le confirió el grado de Doctor en Ciencias Históricas en 1984. Guardo de él un recuerdo impregnado de agradecimiento. Su callada trascendencia hizo más viva y animada una historia que, como alguna poesía, puede morir entre superlativos.