«La discrepancia es, a no dudarlo, uno de los motores de la evolución. Enciende el pensamiento, fertiliza ideas y genera cultura del debate. Por eso siempre será chato y gris un país en el que todos digan o simulen pensar igual, como autómatas ante el tiempo y la vida».
Así decía un texto periodístico publicado hace cuatro años en Juventud Rebelde, que pretendía reflexionar sobre la importancia de las contradicciones como fuentes de desarrollo. El texto también se refería a los peligros que derivan de confundir la unidad con la falsa unanimidad o de ver como herejía al criterio dispar, polémico, espinoso.
Estas cavilaciones vienen ahora a esta página en forma de retrospectiva porque, a nueve años justos de la partida de Fidel, valdría la pena no perder de vista que él fue el más grande constructor y promotor de la unidad entre las fuerzas
revolucionarias, pero sin huir de las contradicciones.
«Son las ideas las que nos unen», insistía él hace dos décadas desde el Aula Magna de la Universidad de La Habana, en un discurso muchas veces citado, pero poco estudiado.
Donde hay ideas vivas tienen que existir necesariamente discrepancias, argumentos que chocan y se depuran en el fragor del debate. Y Fidel hablaba una y otra vez de la trascendencia de las ideas, así lo hizo hasta el final físico.
Resulta ilustrativo recordar sus palabras en la célebre visita a Chile, de la que se cumplen en este noviembre 54 años: «Claro que nosotros no pretendemos ni mucho menos que cada cual vaya a renunciar a sus criterios, a sus ideas, a sus cosas, pero creemos que hay que tener conciencia muy clara de la importancia que tiene la unidad de las fuerzas revolucionarias».
La unidad —esa que construyó Fidel— fue capaz de mostrarnos, poco después del 1ro. de enero de 1959, intensos debates entre Blas Roca y Alfredo Guevara sobre temas culturales o excelentes polémicas entre
Carlos Rafael Rodríguez y Ernesto Che Guevara sobre asuntos económicos. Tales contrapunteos deberían ser referentes para hoy.
En todo caso, la unidad revolucionaria se parece más a una orquesta sinfónica que a un regimiento marchando. Su belleza está en la diversidad de instrumentos, en las disonancias que se resuelven en armonías complejas, en el director que sabe escuchar cada sonido para crear una composición superior.
Por eso mismo, ahora conviene recordar que el legado de Fidel más perdurable no está en las respuestas que dio, sino en las profundas preguntas que supo formular. La Revolución que imaginó no era un museo de certezas, sino un laboratorio de ideas.
La unidad que necesitamos no es la del coro que canta al unísono, sino la de los alpinistas atados por la misma cuerda: diversos en su técnica, acoplados en su objetivo, alertas para señalarse mutuamente los precipicios y posibles caídas. Esa cuerda tensa ―ni floja, ni quebrada, ni obsoleta― es la que de verdad honra el verbo inmenso de Fidel.