Antes la palabra sonaba lacerante, dura, tremenda. «Eres una basura», te decían y significaba un insulto máximo, solo superado por algunas voces vulgares que es mejor no escribir aquí. Pero, desde hace un tiempo, ser «basura» parece molestar muchísimo menos, acaso porque ella, no solo en vocablo, se ha expandido ante nuestros ojos con total normalidad.
Ese hecho puede estar develándonos el triunfo silencioso del ocaso, la victoria de la barbaridad sobre la civilización. Porque a fin de cuentas deberíamos inquietarnos, molestarnos y dolernos por la basura hecha palabra y por la basura material, esa que está cambiando numerosos paisajes de pueblos y ciudades.
Semanas atrás en una avenida bayamesa nombrada Jimmy Hirzel surgió «de la nada» una montaña de desperdicios, que se fue aplastando por el paso de los vehículos hasta que varios días después fue recogida —ya casi llana— por trabajadores de Comunales, los mismos que han disminuido por numerosas razones.
Ese ejemplo se emparenta con el de hoteles lujosos que frente a su fachada tienen, jornada tras jornada, vertederos crecientes de desperdicios, un contraste que muchas veces se torna tendencia, sin que aparezca algo que la «borre de pronto», como reza la conocida canción de Silvio.
Qué lectura podríamos darle al letrero de: «No echar basura aquí», innumerables veces ignorado, ensuciado, convertido en vertedero inmenso, sin importar, incluso la hipotética autoridad de quien lo firma.
Ahora mismo estoy pensando en la historia de una calle en el oriente del país, nombrada Hola, a cuya vera se lanzaban desperdicios de todos los tamaños y texturas. Un buen día fue limpiada y en el sitio donde yacían los residuos se sembraron plantas. Sin embargo, a la postre, los vecinos empezaron a botar las inmundicias en la otra orilla y así terminaron mudando el basurero.
A estas alturas el drama verdadero probablemente no solo esté en el desecho en sí mismo, sino también en tantas miradas que se posan impávidas, sin conmoción ni vergüenza, sobre él.
Así vamos naturalizando el fracaso, le hacemos una escultura inmensa al «me da lo mismo», convertimos el caos en rutina. Vamos mermando, perdiendo.
Las sociedades que históricamente han triunfado son aquellas en las que el orden imperó sobre la anarquía; en las que la limpieza, no solo física, se impuso a la suciedad y al desorden.
De esa verdad se desprende que no tenemos un reto fácil, por supuesto. Bien sabemos que en crisis como esta resulta demasiado complejo ordenar lo grande y lo pequeño, pero sería inoportuno obviar que en otro tiempo de estrecheces se pensaron y buscaron variantes, y la basura no nos tapó los sueños.
Si no le ganamos con urgencia la batalla a la basura diaria —imán para moscas y roedores— otra mucho más poderosa y nociva se apoderará del alma y la mente de nuestra colectividad: la basura moral. Y esa será mucho más difícil exterminarla o recogerla.
En ese caso extremo —mundo al revés— probablemente «basura» se traducirá a elogio. Pero es justo ese el camino que no queremos. A fin de cuentas, no se trata únicamente del contenedor desbordado y la calle sucia; hay que barrer primero en los ojos, la mente y el corazón.