Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La agonía del consumidor

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

A no dudarlo: los memes, esas ilustraciones en tono de broma que aparecen en las redes sociales, tendrían una mina de oro con los temas de los consumidores en Cuba. Mina de oro para reírse a lo Charles Chaplin. Sí, porque Chaplin se burlaba de los abusadores y su humor era para hacer reír, pero también para poner a pensar.

El caso es que con tantos cambios y medidas económicas en la noria (se formulan y se elevan tanto que no aterrizan) y con tantos nuevos actores económicos, al simple ciudadano le había quedado la esperanza de que pasado un tiempo el servicio del día a día mejoraría algo o alguito o un piquito, que no era mucho pedir.

Pero no: strike al centro y no la vieron pasar. O no la lanzaron. O esperaban una recta y soplaron una curva. O el asunto, como dice Julio Iglesias en su canción, es para confesar que tropecé de nuevo con la misma piedra; que ha demostrado tener una dureza proverbial.

Cuando en el país se abrieron las posibilidades para los nuevos actores económicos, se expandió la idea (venía caminando desde hacía rato) de que ese cambio sería el salvavidas, el barco que nos llevaría a recaudo seguro del buen servicio.

Dicho y hecho, para allá se fue la cosa: «Capitán, suelte amarras y dele a toda máquina». Y así partió el barco, raudo y veloz, no se sabe ya si a toda vela o vapor, pero sí convertido en una segadora que no entendió de establecimientos y unidades gastronómicas que funcionaran bien o que, por el precio y a pesar de los pesares, le daban un «llegue» a los más necesitados.

El caso es que las agonías del consumidor en Cuba, la vulneración de sus derechos, se han reproducido en el nuevo escenario, no precisamente teatral, en forma de precios, juguitos de dudosa procedencia o los consabidos bocaditos con sus gramajes anémicos.

O con la continuación de otros vicios. Como ocurrió hace unas semanas con un chófer de Cubataxi, por las inmediaciones de la Avenida Paseo en La Habana. Allí, por la zona, había abierto una panadería estilo francés (casi hasta decían bonjour al entrar), que al principio vendía sus productos en sus recipientes de papel con el sello del establecimiento, como debe ser; pero pasó que un buen día del papel satinado se aterrizó en la jabita de nylon (la nuestra de todos los días). 

Aquello, pensó el chófer, era la primera señal de algo; sin embargo, el pan valía la pena y si la cosa era de finuras, pues manda a buscar los croissants a la tienda de madame Lulú en la rue de Chancletere en París. 

Aun así, la tapa al pomo llegó una mañana, cuando entró. «Ahora no estamos brindando servicio —dijeron—. Estamos en inventario». Por unos segundos el hombre quedó lelo. «Lo mismo con lo mismo», suspiró.

En honor a la verdad, las transformaciones en esa área del comercio interior han traído consigo una diversidad de alternativas, con ejemplos de buen gusto y una proyección digna de respetar. Pero, no es menos cierto de que en el país subsisten concepciones, las cuales sustentan una cultura del mal servicio.

Los ejemplos sobran, es cierto y con esos anecdotarios se pudiera llenar un volumen con sus debidas ilustraciones; pero junto con ese prontuario está el otro, su reverso: el de las cosas buenas que se hicieron y que, también, se hacen ahora, prueba de que al lado de la chapucería existe la calidad, aunque suene más lo primero que lo segundo. 

Porque el asunto no es botar el sofá por la ventana, como tanto nos gusta hacer. El tema, el punto, el centro de la diana se encuentra en hacer lo que se dice fácil y resulta más difícil de concretar: encontrar el justo medio y divulgar, posesionar, premiar, reconocer (elija usted el verbo) a quienes brindan con decencia un buen servicio, sea de la forma de gestión que sea. Ojalá que por ahí ande el futuro, y que no esté tan lejano para ver si, por ese lado, se mejoran los aires del presente.

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