Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La leche, una odisea y los billetes grandes

Autor:

Osviel Castro Medel

Ella se levantó más temprano que nunca. Salió de madrugada rumbo a la Cadeca para ser de las primeras en la cola y obtener dinero, o al menos intentarlo. «Deja ver si puedo sacar 3 000 pesos», se dijo en medio de la angustia porque a su hijo de un año apenas le quedaba un biberón de leche y, como al día siguiente no tendría..., sobrevendría un trauma. Ideaba comprar «una bolsita en polvo, de las caras» en una de las mipymes de la ciudad de Bayamo.

En efecto, fue de las punteras en la Cadeca; pero no siempre el refrán de «al que madruga...» se cumple. Una voz emergió ante los presentes minutos después de la apertura: «No tenemos conexión. Hay que esperar».

La mujer aguardó, pero ya desesperada se marchó corriendo a un cajero automático. «Van a ponerle dinero ahora», escuchó decir, una oración chocante que la empujó a acudir al banco. Hizo otra cola, más larga y agotadora, hasta que finalmente logró pasar. Extrajo 3 000 pesos de su cuenta y presurosa llegó hasta la céntrica calle Martí.

Había leche en polvo, en bolsas de 900 gramos. Sin embargo, una señora se le había anticipado y, en el colmo de la mala suerte, había pedido 23; es decir, todas. «Ay, es para mi niño de un añito, la mayor tiene nueve y ya le enseñé a tomar refresco, pero él... si pudiera dejarme una bolsita...», imploró la protagonista de esta historia.

La señora se condolió, pidió una menos para que la madrugadora lograra adquirir el producto. Mas, vendría otro inconveniente. Cuando fue a pagar los 2 250 pesos y sacó los tres fajos de billetes de a diez que le habían dado en el banco, el vendedor hizo relucir un edicto propio: «No acepto billetes chiquitos, no te la puedo vender así».

«Es dinero igual», ripostó ella, llena de incredulidad. «A ver, ¿no aceptas transferencias?», alcanzó a preguntar creyendo en una remota posibilidad. «No, amiga, esto es en efectivo y sin billetes chiquitos, ya le dije».

Sintiéndose pequeña, indefensa, vapuleada, iba a soltar una frase de las que se suelen decir en esas circunstancias, aunque al recordar la imagen de su niño propuso al hombre que la esperara, iba a cambiar su dinero por billetes mayores. Logró su propósito, aunque en vano. Al volver, ya no había leche y el vendedor se aprestaba a desmontar una enorme carga de litros de aceite. Entonces se encaminó a su trabajo, al que, por supuesto, llegó tarde. Allí contó su odisea y supo, por boca de sus compañeras, que otros «actores económicos» de ese tipo, como se les llama hoy, solo aceptan billetes grandes. Y que otros venden a partir de una cantidad equis.

Ella se preguntó si todo lo vivido esa mañana no representaba una muestra fehaciente de distorsiones, deformaciones, errores que laceran a unos cuantos e inciden negativamente en la vida de seres humanos con deseos de hacer que pueden terminar desencantándose.

Meditó en cuántas otras personas, a lo largo de la ciudad o del país, pasarán diariamente por trances similares, que no nacen de factores externos y sí de fallas nuestras, de lagunas, lunares, máculas y endemoniados métodos que no acabamos de exorcizar.

Caviló en la torcedura que más llamó su atención: la del hombre que no hizo ni el mínimo esfuerzo por que ella se fuera a casa con unos gramos de leche para un pequeño que no sabe de conceptos de escasez, baja producción, mercado mundial, bancarización, mipymes o irregularidades en la distribución.

«Cómo se pierde la sensibilidad», meditó mientras le venía una y otra vez a la mente el rostro del mal comerciante y peor ciudadano. «Voy a publicar algo en Facebook, tal vez alguien me ayude», pensó en su agobio. Pero cuando menos lo esperaba, después de hacer llamadas y gestiones, llegó regalado, de manos de alguien que apenas conocía, un litro salvador de leche.

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