Cada «día de medicamentos» los veo esperando desde la madrugada, con sus muchos años a cuestas, y pienso en sus enormes ganas de vivir o en el veredicto del destino, que a veces obliga a los mayores sacrificios en plena vejez.
Es una espera larga e incómoda, que para algunos implica hasta pasar buen tiempo bajo el sol inclemente, de pie, porque en las afueras de la farmacia no hay dónde sentarse y «el proceso es lento»; o porque, como establecen las normas actuales, «no se permiten aglomeraciones dentro del local».
Ahora mismo me parece estar viendo a los septuagenarios Rosario y Enay haciendo la cola al enterarse desde el día anterior de la posible venta de enalapril o dipirona; una cola que, en hipótesis, alargará los días de ambos, aunque conlleve estrés y tensiones.
Lo cierto es que tales escenas, recurrentes en nuestro paisaje nacional, deberían llevarnos a meditar sobre las condiciones en las que atendemos hoy a nuestros ancianos en farmacias, correos, bancos y otros centros en los que existen congregaciones y se sufren consiguientes contratiempos.
La reflexión necesitaría ser más honda si damos por hecho que al cabo de seis años, según proyecciones demográficas, las personas con seis décadas o más de vida sumarán alrededor del 30 por ciento de la población de Cuba. Incluso, se pronostica que nuestro país, en 2050, sea uno de los diez primeros del mundo en envejecimiento poblacional.
¿Qué haremos entonces, y ahora? ¿Cómo lidiaremos con esa realidad? ¿Qué fórmula aplicaremos con los veteranos que viven solos y no puedan desplazarse a la farmacia o a los comercios?
En realidad, lo ideal debería ser que vivamos sin las grandes privaciones de este tiempo, esas que llevan a un anciano desvalido a madrugar o a permanecer de pie horas y horas para intentar adquirir (que no siempre se consigue) un producto o servicio de primera necesidad.
Pero si no se puede garantizar, digamos, la soñada abundancia de fármacos, tendríamos que revisar, al menos, cómo hacer más llevadera la estancia de nuestros longevos en las afueras de estas unidades, muchas de las cuales no fueron diseñadas para largas esperas.
Aunque parezca una idea delirante, hay que soñar con establecimientos multiservicios en los que las personas de la tercera edad puedan encontrar a precios terrenales la mayor cantidad de productos y no tengan que repetir en el día el sufrimiento de pasar por varias aglomeraciones. Hay que pensar en la sombra para eludir al astro rey, en los bancos para que puedan sentarse, en lugares para la hidratación y las necesidades fisiológicas.
Incluso, aun en medio del panorama actual, se pueden concretar acciones como la mensajería, que tenderían una mano, en la propia casa, a nuestros ancianos. Al final, la esencia del problema no radica en una cola que desgasta y mortifica, sino en que la arquitectura social para cuidar a esos seres de largas trayectorias todavía no parece estar ni por los cimientos, y hace falta levantarlos con urgencia.
José Martí, Apóstol de la independencia y quien ha de ser el primer inspirador de la nación cubana, nos legó varias sentencias sobre las personas que han vivido mucho. Escribió, por ejemplo, que nos debíamos quitar el sombrero cuando pasan los ancianos.
«¡Qué culpa tan grande es la de no amar y mimar a nuestros ancianos!», subrayó en el periódico Patria hace poco más de 130 años. Esas líneas se entroncan con otra suya, que debemos poner en el lugar más alto: «No hay cosa más bella que amar a los ancianos, el respeto es dulcísimo placer».