Todo se vuelve brillante donde Pablo Gálvez Aguilar aparece con su escoba. Y no es solo porque este hombre deje las calles tan limpias como un salón de baile, sino porque mientras lo hace deja una estela de hidalguía y respeto que muchos universitarios deberían imitar cuando son servidores públicos.
Ataviado con una camisa de mangas largas y una gorra que el sol le comió los colores, no hay lata, papel u otro desperdicio lanzado a los parterres que él no recoja, aun cuando su labor pudiera limitarse solo a dejar la calle limpia, como suelen hacer muchos otros que ejercen su mismo oficio.
Pero a este bayamés, que mientras barre también chapea contenes y se enamora de las flores que crecen en los jardines de su circunscripción, hay dificultades que lo tienen de capa caída en estos días. Se le nota en cómo tira del carrito donde lleva la basura recogida y los instrumentos de trabajo que ha tenido que comprarse, porque nadie se los da.
Solo ayer tuve un atisbo de lo que nubla su alegría. Alguien que extraña su presencia donde anteriormente barría lamentó que ya no lo hiciera. El se excusó esgrimiendo que cambió de zona porque le habían prometido subirle el salario, pero que ahora no solo le pagan menos, sino también tarde. El mes anterior debió cobrar en una fecha y lo hizo diez días después.
Este hombre menudo, que perdió la visión de un ojo en un accidente laboral, en la década de los 80, mientras trabajaba en lo que sería la termonuclear de Juraguá, en Cienfuegos, lamentó haber dejado el lugar donde antes barría para hacerlo ahora en la zona uno del consejo popular Latino, en el Cerro. Aunque ahora el recorrido es más corto y está cerca de su casa, es menos lo que gana.
Pablo contrajo una gripe muy fuerte hace poco y aun así venía a barrer nuestra cuadra —que hasta que no llegó él no tuvo quién la limpiara sistemáticamente durante casi 15 años, a pesar de que lo planteáramos en todas las asambleas de rendición de cuenta del delegado a sus electores—.
Me dijo entonces que hasta con fiebre tenía que barrer las 16 cuadras que tiene asignadas, porque no puede dejar de ganar un solo peso. Su chequera de 2 297 pesos, que es su pensión luego de haber limpiado calles durante 44 años en el municipio de Plaza de la Revolución, no cubre sus necesidades en medio de una inflación que castiga hasta a los de mayores ingresos.
Supe entonces que hace siete años está construyendo su casa. Que solicitó un subsidio, pero el monto que le ofrecieron debía destinarlo para reconstruir el baño, la cocina y poner el piso. Que su prioridad era tumbar las paredes demasiado dañadas y no se lo permitieron hacer con ese presupuesto. Por eso declinó la ayuda y ahora, reuniendo peso a peso, hace lo que él considera prioritario.
De sus colas para sacar el dinero en el banco también me habló; y si de algo se quejó no fue de las extensas filas que tiene que hacer para que le den 2 000 pesos en cada extracción, sino del tiempo que pierde allí para luego salir bajo el implacable sol a quitar la inmundicia de las calles.
No exagero cuando digo que todos quisiéramos tener a un Pablo en nuestro entorno. Pero tampoco cuando pido que cuidemos a los Pablo que quedan. A los que se levantan temprano a cumplir con lo suyo; y sin poses ni cámaras televisivas que los filmen, y sí con una elegancia soberana, transforman lo sucio en oro.
Cuidémoslos porque tirar de sus carritos requiere vergüenza, pero también de un horizonte que no puede quedar tan alejado de sus manos.