Seis de octubre de 1976. Nuestro equipo juvenil de esgrima emprende el regreso a la patria, tras llevarse el botín dorado del Torneo Centroamericano y del Caribe, en Venezuela. Pero derribaron el avión en que debían llegar aquellos jóvenes, junto a sus entrenadores, y otros pasajeros y la tripulación.
Familiares y amigos jamás volvieron a abrazarlos o felicitarlos. Se tronchó el recibo anhelado, la felicitación, la espera feliz. La contrarrevolución, al ensañarse contra la aeronave nuestra, se expresó con horror.
Sabotear fue uno de sus pocos recursos frente a la Revolución, que ganaba admiración mundial y triunfo a triunfo espantaba los fantasmas del pasado, y desataba ataduras imperiales.
Nunca será en vano volver sobre la complicidad de la CIA (Agencia Central de Inteligencia) y los terroristas Orlando Bosch y Luis Posada Carriles, autores intelectuales de la vileza, quienes, hasta que sus ojos cerraron permanentemente, se jactaron de haber organizado el hecho. Hacia Jamaica partió el vuelo CU-455, que sufrió dos explosiones, a partir de la colocación adiestrada de bombas, cuyas detonaciones, según sus cabezas pensantes, se justificaban bajo el manto bélico.
Menos mediático que los sucesos de las Torres Gemelas o los atentados de Oklahoma City y el Maratón de Boston, el 6 de octubre de 1976 ha querido apañarse incluyéndolo entre las acciones terroristas «buenas», distinción de Estado que rastrea y elimina en los más oscuros rincones del planeta y no va a la madriguera en casa, ya que conviene mimarla, hacerla sentir en las urnas y empoderarla en la política.
Para masacrar eran los primeros, la historia que nos prohibimos olvidar lo confirma. La crueldad, antecedida por otras brutalidades de la década, quedó impune en tribunales, evadió prisiones, costeó favores y dejó detestables recuerdos.
¿Cuán cobardes fueron? Imposible medirlo. El despegue rumbo al aeropuerto Norman Manley lo arruinaron ellos, a sabiendas de que se les protegería y el duelo de Cuba sería infinito. «¡Qué monstruos!»…
Aquel grupo de cubanos dignos y revolucionarios, entre cuyos miembros varios perdieron sus vidas cuando empezaban a vivirlas, todavía saca lágrimas, porque provenían de un pueblo enérgico y viril, honrado de llorarlos de cara a la injusticia temblorosa. El crimen de Barbados, a 46 años de su ocurrencia, persiste en la memoria cubana, resiste a despedirse de las 73 víctimas.