Recientemente fui al primer teatro de mi vida. El primero al que mis abuelos me llevaron de la mano, para que quedara perdidamente enamorada. Allí descubrí esa mágica sensación de estar a oscuras, viendo a personas en un escenario, tan cerca, pero sin poder hablar, prestándole atención total a lo que decían, a lo que cantaban, a lo que hacían. Cuando se es pequeño, todo parece magnánimo, y el teatro no ha dejado de serlo para mí.
He vuelto en otras ocasiones a la sala Hubert de Blanck en el Vedado habanero, pero en esta oportunidad llevé de la mano a Luciana, con sus siete años y su franca avidez de soñar. Le anuncié una obra con títeres, con canciones, con princesas y castillos, tal y como se promocionaba en las redes sociales de la sala. Y con puntualidad excelsa, la puerta se abrió y la avalancha de niños subió las escaleras hasta la sala grande, a acomodarse en sus azules butacas.
Un unipersonal a cargo del actor Leonel Vázquez, del grupo Barco Antillano, bajo la dirección general de Julio Cordero, fue la propuesta, en la que se versionaban tres cuentos del titiritero, poeta y narrador argentino Javier Villafañe. A golpe de guitarra, cual juglar de épocas pasadas, y con fina intrepidez, Vázquez contagiaba con melodías y se desplazaba en escena, intercambiando personajes de mano en mano, apelando a la ingenuidad de su público.
¿Los niños? Absortos algunos, intentando descifrar el misterio del rapto de la princesa. Luciana entusiasmada, sin perderse cada detalle. La mayoría, repitiendo los parlamentos y cantando las canciones, cual público que asiste a la misma función porque quiere revivir sus emociones.
Justamente eso fue lo que más llamó mi atención. En una época en la que los teléfonos celulares, las computadoras, las tablets, los Nintendo y cualquier otro artefacto se roba la atención de niños y adolescentes, allí había una gran cantidad de espectadores en calidad de «repitentes», disfrutando del arte en vivo, de la cultura a pulso, de la fantasía más infantil.
Ninguno perdió el interés, aun cuando conociera al dedillo el guion. Todos aplaudieron, rieron, respondieron preguntas y subieron al escenario a tomarse fotos con el actor y sus títeres al final, como muestra de complacencia total.
Reafirmé entonces que cuando se trabaja para los pequeños con la genialidad propia de quien desea dejar en ellos una huella profunda, el resultado es impresionante. Estoy segura de que los presentes en estas funciones enriquecieron su vocabulario, disfrutaron de la creatividad
compartida y aprendieron valores imprescindibles como la lealtad, la honestidad, la valentía y el desinterés. Regresarán a la sala el próximo fin de semana y buscarán vivencias inolvidables que, ya usted ve, en tiempos como estos, pueden hallarse fuera de videojuegos y pantallas esclavizantes.
Recordé al salir a la pedagoga María Montessori, quien escribió: «Siembra en los niños ideas buenas, aunque no las entiendan, los años se encargarán de descifrarlas en su entendimiento y de hacerlas crecer en su corazón».
Propiciemos esas grandes oportunidades para niños y adolescentes. La cosecha después de sembrar, será abundante. No es necesario engrosar presupuestos ni esperar por este o aquel recurso. Con lo que tengamos a la mano y, sobre todo, con el deseo de llegarles a lo más hondo de su sensibilidad y conciencia, podremos lograrlo. Se merecen lo mejor, es cierto, pero ante cualquier carencia, espabilemos la inventiva y ofrezcámosles contenidos valiosos que marquen sus vidas para siempre.
Construyamos futuro en cada pedacito del presente. Cada idea que les dejemos, no quedará suelta. Sabrán qué hacer con ellas. ¿Acaso no había niños en el teatro que revivían la experiencia? Eso dice mucho.