Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

¡Qué suerte la de tener buenos padres!

Autor:

Nelson García Santos

Esta historia dignifica el impacto que generan las relaciones afectivas enraizadas en el amor y el cariño durante la crianza en el seno familiar más allá de los lazos consanguíneos, aun cuando estos existan en parte, pero que, por sí solos, tampoco bastan para lograr la armonía.

Nada posee de leyenda este devenir que refresco en mi memoria en estos tiempos en que leemos y releemos —camino al referendo popular en las urnas el próximo domingo 25— el nuevo Código de las Familias que actualiza normas de convivencia, de deberes, derechos, y establece el régimen jurídico de la familia, de los menores y de las personas adultas mayores y, consecuentemente, regula las relaciones de sus miembros y de estos con la sociedad y con las entidades estatales.

El Código, de profunda expresión humanista, inclusivo y con el afecto como valor jurídico, deviene necesario debido a la diversidad familiar que caracteriza a la sociedad cubana.

De esa manera el afecto gana, se afianza y enaltece a favor de la familia que debe ser la protagonista insustituible de la formación e integridad de sus miembros.

Justamente en lo que resulta capaz de lograr el cariño se basa esta historia que tiene también de bueno e instructivo no ser excepcional. De seguro abundan otras parecidas y hasta quizá más impactantes bajo cualquier techo en que los padres han sabido enseñar e inculcar con hechos concretos, más que con palabras, los valores morales y éticos.

Sobre la que les voy a contar convirtió a medios hermanos en genuinos hermanos sin sentirse jamás en que solo eran mitad.

Lo hicieron educándolos a que ninguno se creyera con más derechos que otros, dándole iguales oportunidades a todos sin distinción, enseñando a compartir lo que se poseía, a sentir como propio cualquier encontronazo que afectara la familia, en fin, estableciendo relaciones afectivas desde el corazón sin el ordeno y mando que en ocasiones resulta necesario.

En ella convivieron un grupo de hermanos, una parte, hijo de su madre en otro matrimonio, y los que llegaron después con su nueva pareja. Obvio, que había de edades diferentes, más pequeños, adolescentes y hasta más mayorcitos que se iban abriendo a la vida bajo una relación en que siempre, como ahora mismo, se hablaba de hermanos sin intercalar ese medio que si se reitera desde edades tempranas llega a influir hasta en los sentimientos.

Si alguna vez alguno se refería «a mi medio hermano» los padres corregían al instante: «Tú habrás querido decir tu hermano, ¡no! Que no vuelva a ocurrir».

A estas alturas y después de tantos años transcurridos, pienso que aquel padre, sin duda alguna, se casó con la  mujer querida y deseada. Resultó ser un forjador al aceptarlos como propios lleno de satisfacción como lo demostró hasta su último día.

Los supo criar junto a la madre, abrirse camino, siempre les tendió la mano, aun de mayores, cada vez que alguno le hacía falta y sentía como suyo cualquier trance que les afectara. Tampoco faltó nunca la explicación sobre el porqué algo no podía ser debido a sus consecuencias dañinas.

Ellos siempre muy agradecidos lo consideraron su genuino padre, sentimiento que les caló profundo desde la crianza y que en la medida en que se hicieron hombres y mujeres, que crearon sus propias familias, comprendieron mucho mejor la suerte de haber tenido aquellos padres.

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