Hace dos meses un joven recibió, en medio de una congregación nocturna, un tijeretazo en la cabeza que finalmente le provocó el fallecimiento.
Unas semanas después otro hombre lozano fue atacado con un «pincho» por cierto conocido para «saldar cuentas» y tal agresión terminó de la peor manera: la muerte.
No es menester publicar aquí las crónicas rojas sobre lamentables homicidios —tan empleadas en otros lares—, sino invitar a la meditación más profunda, que rebase estos hechos puntuales.
Cierto que acontecimientos de este tipo no ocurren cada jornada en nuestro entorno, pero también resulta una verdad innegable que en los últimos tiempos escuchamos con mayor frecuencia historias de heridas, cuchillos y sangre, ajenas a la tranquilidad que nos ha elevado como nación.
Hace cinco años, en un comentario publicado en Juventud Rebelde sobre este tema, se exponía que la frase de «ya nadie se faja a los piñazos», extendida a lo largo de nuestra geografía, debía servirnos como alerta sobre situaciones vinculadas al empleo de armas blancas, pero desde entonces no parece que los objetos cortantes se hayan ido para siempre.
Aunque vivamos en una de las sociedades con más paz del planeta, elogiada por doquier, no deberíamos ponernos orejeras frente a los ejemplos mencionados y otros similares, ni tampoco creer que ese sosiego permanecerá inalterable con el galopar del almanaque.
Siempre duele saber que una persona no regresó a su hogar una noche de teórico esparcimiento, porque un semejante decidió agredirla con un puñal, muchas veces ante los ojos estupefactos de la multitud. Duele mucho más cuando la víctima es un ser cuya edad está cargada de sueños e ilusiones.
Sería un yerro tremendo pensar que es un solo «factor» el que debe contener esta tendencia. No son los órganos policiales los únicos implicados en un asunto tan espinoso y profundo. Como también sería una pifia creer que reformando legislaciones tendremos la solución definitiva, aunque tal vez se necesiten medidas más drásticas contra la «sola tenencia» de armas blancas y la policía tenga que enseñar más reciedumbre.
De todas maneras, siempre tendremos que mirar el alcance de la familia, la escuela y otras instituciones. ¿Hemos analizado seriamente el consumo cultural de los jóvenes? ¿Hemos estudiado, con rigor científico, las causas de la violencia o los patrones de nuestros adolescentes y muchachos, inmersos en un cúmulo de series, juegos y audiovisuales en los que la agresión se enlata de mil modos y maneras?
No son pocos los padres que, por el trabajo diario, el estrés, las complejidades hogareñas y otras causas aparentemente «justificadas», no se imaginan qué lugares frecuentan sus hijos, con quiénes andan, a veces ni siquiera a qué hora retornan de la calle.
Por eso, resulta importante que hablemos en nuestros medios y plataformas virtuales de estos asuntos, con sus repercusiones, orígenes, complejidades. Al fin y al cabo, la vida de los seres humanos está por encima de todo y nunca debe pender de una tijera o un inventado puñal.