Tengo un amigo, no tan pequeño, que conocí gracias a un amigo gigante, que ya no está. A través del sempiterno caricaturista Tomás Rodríguez Zayas (Tomy) conocí personalmente a José Andrés Ordás Aguilera. Es posible que, si no digo que hablo del reconocido trovador Pepe Ordás, pocos sabrán de quién se trata. Pues bien, Tomy admiraba las canciones de Pepe y este, a su vez, la obra gráfica del hijo de Barajagua. Quizá por ello en casi todas las exposiciones de Tomy, o del dedeté, terminábamos descargando con el destacado cantautor.
En aquellas divertidas tertulias había un tema que no podía faltar y que todos coreábamos porque, sin duda marcaba nuestra infancia, nuestra adolescencia y nuestras vidas. «Tengo un amigo pequeño / que viene en las tardes hasta mi jardín / para que yo sepa el cuento / del último sueño que tuvo al dormir…». Así comenzaba aquella bella canción, cuyo título original es Alex. Contaba sobre la amistad de un niño y un hombre que era su vecino, su mejor amigo. Este tema se hizo popular en muchas voces y millones de corazones, porque, aunque no era una canción infantil propiamente dicha, lleva consigo toda la ternura y el amor capaz de transmitir la ingenuidad, pureza, fidelidad y belleza del alma de los niños.
Y creo que de eso se trata, de valorar a nuestros niños en su propia medida, desde su esencia infantil, sin convertirlos en arquetipos de lo que quisimos ser y no fuimos, o de nuestros estúpidos, decadentes y arcaicos cánones de la belleza, la ideología y la moda. He visto en más de una ocasión a pequeñas y pequeños vestidos a la usanza de «paradigmas» sociales y de ciertas «figuras» de la farándula nacional e internacional, que muchas veces nos causan dolor y pena.
También te puedes encontrar a chicos con raros y exóticos peinados de la mano de su padre casi calvo. Y de manera más común a niñas con licras, topecitos y coloretes en todo el rostro al igual que mamá, con la diferencia de que mamá se parece a Úrsula, la del filme La sirenita Ariel.
Existe el otro extremo en el que vemos a eso príncipes y princesas sudando la gota gorda, en pleno verano, a causa de un trajecito (con corbata incluida) o una bata de encaje llena de escotes, forros y gangarrias, y a la madre, muy disgustada, regañar a la niña que comienza a sacarse todo aquel andamiaje textil: «¡Está bueno ya de quejarte que ese vestidito costó carísimo y lo vas a romper!».
Por supuesto, que cada cual viste y educa a su prole en el contenido ético y estético que considere el mejor, pero hay límites racionales. Qué dirían muchos de estos niños si tuvieran la oportunidad y madurez para elegir su indumentaria y su proyección ante la sociedad. Y digo esto sin siquiera referirme a su gusto musical, porque de eso ya se ha hablado bastante.
Hoy se celebra en nuestro país el Día de los niños y es un buen momento para plantearnos de manera seria y profunda si hay algo, mucho más allá de lo material (que también es importante), que podamos darles a nuestros hijos para que crezcan y sean realmente esa esperanza libre de «tóxicos» que el planeta necesita. Y vuelvo al tema de Pepe Ordás cuando dice: «Por eso si el tiempo pasa / me voy a su casa si él no viene a mí / porque mi amigo pequeño se siente feliz… y ojalá todos tengamos un pequeño amigo con quien compartir nuestras experiencias y que nos haga sentir seguros de dejar el mundo en buenas manos.