Por estos días hemos visto con frecuencia a muchos usuarios de Facebook poner en su foto de perfil un marco que dice: Conozco un padre desde el principio o soy un padre desde el principio, para reconocer la labor de los progenitores que han asumido equitativamente su responsabilidad parental desde el nacimiento del bebé. ¡Qué bueno, honor a quien honor merece!
Pero, ¿cuál es el principio? ¿Cuándo se comienza a ser papá? Para no pocos todo empieza cuando la enfermera sale del salón de parto, pregunta por los familiares de menganita y saca un pequeño que se pierde en los pañales y le dice al esposo-pareja-novio-compañero-amigo: «Aquí está su bebé». Y de momento, ¡pum!, ¡felicidades, ya eres papá! ¿Es siempre así? ¿Funciona igual para todos? Tristemente algunos deciden irse por la curva, mientras que otros ya vienen puliendo su rol desde antes. Depende de los principios de cada quien. El «calendario de la paternidad» no se estrena con el primer llanto. Y muchos me darán la razón.
El almanaque más grande que había en la casa parecía un mural en una de las paredes del cuarto. Se asemejaba a un lienzo abstracto lleno de colores, manchas de tinta, frases, flechas, estrellitas… junio era un ábaco, complejas operaciones matemáticas en cada casilla; julio estaba más reposado gracias a las florecitas que lo adornaban; agosto fue horrible, tachaduras y tintazos rojos, el maldito color rojo por todos lados; septiembre igual de frustrante que su antecesor; octubre estuvo muy irregular y las cuentas no dieron; noviembre se encontró con un hombre amenazante que señaló con fuerza los días del 14 al 16. Una mañana de diciembre el mismo hombre recibió un mensaje: «Mide diez milímetros y ya su corazoncito late. ¡Estamos embarazados»! Cuando regresó a casa tomó el garabateado anuario y lo guardó, como quien resguarda un valioso mapa del tesoro, que en su caso sí era un tesoro, pues señalaba la ruta hacia el ansiado sueño de la paternidad.
Cuando se toma la decisión de planificar una familia siempre se espera lo mejor. Pero las cosas no suceden de la manera que las imaginamos. El embarazo, lejos de ese momento de disfrute, fue un tormento. La gestante no podía caminar o hacer esfuerzos de ningún tipo. Debía guardar cama. Reposo absoluto, les dijo el médico. ¡Ab-so-lu-to! Y vinieron ingresos, hospitales, hogares maternos, restricciones, lejanía, llanto y separación en plena pandemia por la COVID-19.
La gestación avanzaba, lenta y tensa. Ella preocupada y él muy ocupado. El hogar demandaba arreglos y su trabajo no le dejaba mucho tiempo. Había que adquirir cosas necesarias. Ella buscaba en los grupos de ayuda en Facebook: «Están vendiendo una palangana en buen precio en La Lisa; hay un combo de ropa en el Cerro; protector de cuna en lo último de Marianao»… Con el transporte público suspendido en aquellos días, buscar cada artículo fue una hazaña digna de los héroes homéricos. Cocinaba en las mañanas y dejaba todo listo. En las tardes iba a la visita, a través de una reja. Dejaba comida, traía ropa limpia y se llevaba la sucia que lavaba en las noches. Las despedidas eran agrias. Esperaba siempre a doblar la esquina para poder soltar una lágrima que el nasobuco se encargaba de recoger.
A las 34 semanas de embarazo llegó el alta y el regreso a casa, pero todavía el reposo era necesario. A las consultas la llevaba en sillón de ruedas, la cargaba para que no subiera escaleras. Tomaba en sus brazos a su mujer y también a su hija que flotaba cómoda en el vientre y lo hacía con los mismos cuidados con que se lleva a un bebé. La bañaba cuando ella no podía por los dolores en la espalda, pasaba cada mano delicadamente por la barriga a punto de explotar y acariciaba el retoño, la ilusión. Eso hace un padre.
Cedió su lado de la cama para que madre y bebé se acomodaran lo mejor posible; acunó y cantó nanas inventadas a ambas para que el sueño llegara plácido en noches de malestares; hirvió cubos de pañales y culeros; calmó perretas, dio masajes lumbares, aguantó berrinches, disipó miedos maternos al tiempo que enfrentaba los propios…
El nuevo calendario, libre de garabatos, excepto por un círculo rosado que señalaba un día de septiembre, avisó que ya era el momento de ir al hospital. Con patilla de tres días y ojeras de meses aguardó por la enfermera que salió con un cunero y una bebé dormida: «Felicidades, ya eres papá», le dijo. La miró. Sonrió. Se iluminó. Y con la «recién anunciada paternidad» enseguida sintió que esa historia había comenzado mucho antes. Este era un nuevo capítulo.