Aunque los académicos admiten el vocablo impostación cuando se trata de proyectar la voz (al acto de colocar apropiadamente los órganos de la voz, de manera que el sonido llegue a todo el auditorio sin temblar, se le llama impostación; del latín imposta, que significa «poner sobre»), en la vida real también decimos que una persona es impostada cuando es falsa, no auténtica.
Los jóvenes llamarán «creyente» a este tipo de ser humano, y los abuelos, «buchipluma na’ má». No importa cómo se le diga a quien imposta, sino descubrirlo a tiempo, antes de que nos pase gato por liebre. Abunda la impostación, para qué negarlo. Desde los nuevos ricos (que siempre florecen y fingen actitudes que no les salen del todo bien) hasta los seudoartistas de una vanguardia que no es tal, y que prefieren el satén y el brocado a la seda y la rejilla. El espectro es amplio. No existe el manual del perfecto impostado, pero si nos fijamos bien, detrás de cada pose descubriremos la impostación, que, a su vez, puede ser importada, autóctona, asumida por pura imitación o forzada con intencionalidad.
Hay quienes integran una categoría especial dentro de este tipo de ejercicio social, que en inglés recibe el nombre de name-dropper, y en castellano viene a ser «el que deja caer nombres» o «quien gotea nombres». Son esas personas que, sin venir al caso, de pronto dicen: «Pues sí, ayer Abel estuvo bien en su discurso de inauguración, después de las palabras de Esteban». Ante lo cual, la mitad de quienes han escuchado admira la intimidad de esa persona con el presidente de la Casa de las Américas y con el presidente de la Asamblea Nacional; y la otra mitad se pone en guardia. ¿De verdad Fulana será tan amiga de los presidentes para llamarlos así, por sus nombres de pila?, ¿o esto es una pila de impostaciones?
Un chiste español ilustra lo que sucede con el fallo de un name-dropper. Una mujer solicita ver a Franco, y los guardias se lo permiten. Ya frente al dictador, la mujer se dirige a él nombrándolo Claudio: «Ay, Claudio, yo quisiera que usted autorizara la propiedad de mi casa, porque, Claudio, yo necesito que usted sepa, Claudio, que siempre lo he respetado, Claudio». Hasta que uno de los oficiales le dice: «Señora, no se llama Claudio. ¿Por qué usted le dice así». Ella respondió: «Ay, porque yo no tengo confianza como para decirle Claudillo, no faltaba más. Yo le digo Claudio, con distancia y categoría». En este caso la mujer, al trocar Caudillo por Claudillo, asume una forma particular de impostar.
Mi amiga Hilda, muy cercana al fundador del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos, me contó que una vecina suya no hacía más que comentar cuánto conocía a Alfredo Guevara. «Hemos compartido una mano de veces», decía oronda, y lo repetía cada dos por tres. Una tarde, el mítico intelectual visitó a mi amiga Hilda, y ella llamó a la vecina: «Ven pronto, ven enseguida. Alfredo está aquí, salúdalo», y se quedó helada cuando escuchó al otro lado del teléfono: «No, deja, otro día, ahora estoy lavando». Obviamente, la vecina impostaba.
Los médicos sufren las impostaciones ajenas con mucha frecuencia, lo cual puede resultar peligroso, porque hay pacientes que simulan padecimientos e incrementan los síntomas, o, por el contrario, minimizan dolencias y ocultan enfermedades. A nadie le place confesar que es estreñido ni que el boniato le produce acidez, es lógico, pero en cualquier caso no es recomendable silenciar síntomas. Resultan simulaciones inocuas para los demás, pero son impostaciones, sin duda.
Mi amigo, el doctor Alejandro, me contó que cierta vez una mujer le confió que no era capaz de realizar ninguna tarea hogareña, porque se cuidaba la herida de la cesárea, gracias a lo cual había nacido su hijo, encargado de limpiar, fregar, lavar y sacar la basura. La señora lo contaba con total naturalidad, incluso dispuesta a mostrar el buen estado de su cicatriz, gracias a sus cuidados. «¿Y qué tiempo hace de esa operación?», quiso saber mi amigo. «Bueno, mi hijo tiene 34 años, así que calcule usted», respondió la dama, renuente a asumir el trabajo doméstico.
El tema da para mucho más: amores que no existen, pero se cuentan en voz baja; viajes que nunca se han realizado y se describen en alta voz; favores nunca prestados que se proclaman a los cuatro vientos. De todo ocurre en la viña del Señor. Así como se aconseja no beber cuando se maneja, no fumar y no engañar a nadie, debería añadirse al listado de buenas sugerencias no caer en las trampas de los impostados ni ser cómplices de sus embauques. El refrán «dime con quién andas y te diré quién eres» es, hablando en plata, una prudente advertencia que siempre debe recordarse. (Tomado de La Jiribilla)