No va a sobrevivir, dijeron a lo bajo, para que el niño que todo lo escuchaba, no escuchara. Y el niño insistió tanto en ver a su madre, que no pudieron negárselo. En la distancia, detrás de la cerca, detrás del cristal, apenas atinó a ver un pedazo del rostro y una mano envuelta en gasas, alzada sabe Dios cómo.
No va a sobrevivir, susurraron… pero solo un hijo sabe escrutar los ojos de una madre. Y volvió a sus juegos, confiado, diciéndose a sí mismo, donde nadie lo escuchara, que sí lo lograría. Cuando regresó a casa, se plantó en medio de la sala para recibirla. Y como aún no podía estrecharla, le entregó al aire aquel abrazo que solo el pecho de una madre es capaz de advertir.
No lo va a recibir. Fue una mordida, cinco palabras masculladas con sorna. La negativa fue el impulso definitivo para que sí me recibiera. Me iba la vida en aquella entrevista, la más legendaria de cuantas he hecho. Así el 19 de septiembre de 1994, en 19 y E, en el corazón del Vedado, se abrió la reja, la puerta, la cancela. La gran dama de América, Dulce María Loynaz, me recibió en su sillón secular.
He escrito de aquel instante muchas veces: si te cobija la fronda de una ceiba, ya no escapas. La escritora, desde la altura de sus 90 años, me entregó una lección de respeto a sí misma y de lealtad a su país, a toda prueba.
No se puede violentar el tiempo de la ciencia, advirtieron algunos. Elaborar una vacuna toma años, repitieron otros, justo cuando la COVID-19 azotaba inmisericorde. En tono docto, irrefutable, experto… mas era este un tiempo otro: el de empujar al tiempo, de exprimir la experiencia, de refundar los plazos. Era de vida o muerte. Y ahí las tenéis, salvándonos.
Lo que hasta ayer parece una sentencia inamovible, hoy tiene que montar a caballo.
No besa una mujer a otra mujer, no toma un caballero la mano de un caballero. Al menos que lo hagan a escondidas, bendita sea la hipocresía… Ellos, sin embargo, tendieron alas, juntaron labios, salieron a la luz. Love is love. No podían esperar a que el mundo se enmendara, a que el amor se secara.
No comerás un pan que sirva, me dijo mi vecina ―categórica, contoneándose como una experta que ha sobrevivido a todo―, cuando me vio sostenerlo, examinarlo entre mis dedos. Hemos hablado de la calidad del pan, de su gramaje, de su confección, de… lo mismo cuando ha habido más recursos que cuando hubo que inventárselos. Ha sido como un disco rayado, como pi, como la piedra de Sísifo.
¿Hemos dejado por imposible el pan nuestro, el de cada día, como ecuación de segundo grado, difícil de despejar? ¿Hemos pasado de largo ante la masa minúscula, trasnochada, porque nos urgen acaso… cosas de «mayor importancia»?
No debes decirlo con esas palabras, no ahora, me aconsejaron antes de la reunión. Hay que desmarcarse, aguardar, rumiar... He escuchado esas sutiles sugerencias, he sentido la mano en el hombro. Benedetti les respondía por mí: «el grito tan exacto / si el tiempo lo permite (…) el coraje tan dócil /la intrepidez tan lenta /no me sirve».
Sí las dije, sí lo hice. Fidelidad no es silencio. Cuba necesita todas las voces, todas. Al fin, para esos que no quieren escuchar, nunca hallarás la forma correcta ni el lugar exacto.
De algunos sitios he tenido que irme, pero doy por bien empleado el tiempo. Siempre hay momentos para las bienvenidas y momentos para los adioses. Podemos soñar una sociedad mejor, tenemos que hacerlo; pero sin solapar jamás la sociedad que tenemos en la sociedad que queremos.
Los noes son anclas. Los síes son lanzas. ¿Con cuál te quedas?