He perdido la cuenta, pero sé que en los últimos 20 años he escrito al menos dos docenas de trabajos periodísticos sobre las ofensas públicas en nuestros escenarios deportivos, un fenómeno que nos poncha a menudo los sueños vinculados a una nación enteramente culta.
No recuerdo, en mis años infantiles, haber escuchado tantos improperios contra árbitros, atletas, directivos y otros protagonistas del espectáculo competitivo. Siempre hubo «malcriados» en las gradas, cierto; pero a medida que ha cabalgado el almanaque (algo que en teoría debe hacernos más «ci-
vilizados») los coros agraviantes, con frases impublicables, parecen haberse multiplicado a lo largo de la nación.
De aquel tristemente célebre «¡Amarillos!» se ha pasado a la injuria más vulgar y terrible, como si no sucediera nada extraordinario, como si los protagonistas de la competencia no fueran seres humanos con sangre y corazón.
Jamás olvido el ejemplo de un ampaya de nuestras series nacionales, quien invitó a su madre al estadio para que lo viera actuar por primera vez en un juego decisivo. Cuando decretó un out que perjudicaba al equipo local, una multitud enardecida comenzó a vociferar: «Árbitro, hijo‘e…», lo que provocó casi un infarto de su progenitora y la amargura eterna del hombre, que debió seguir en aquel partido horrendo.
Lo peor es que esas groserías, junto a otras extendidas en casi todos los parques beisboleros, gritadas como «gracia suprema», como divertimento y gozo, tienen entre sus autores a algunos ciudadanos supuestamente instruidos o letrados, con títulos obtenidos en nuestras aulas.
Hace unos días, una de esas personas, egresada de una universidad cubana en pleno siglo XXI, exponía en las redes sociales que su equipo «se buscó» las ofensas de los aficionados porque no bateó, cometió errores defensivos y fue apabullado por la selección contraria. Esa misma justificación esgrimen quienes se atreven a corear «árbitro, vendí’o», una perla que habla por sí misma, y que tuve el «desprivilegio» de escuchar en la final de las Pequeñas Ligas, nada menos que en desafíos jugados por niños de 11 y 12 años.
Por supuesto que el béisbol y otras disciplinas atléticas no son partidas de ajedrez, llevan emociones y voces, cierto picante, bulla y entusiasmo. Pero cuando el espectáculo deportivo se convierte en una sarta de insultos, en una competencia de obscenidades, en un reto abierto a la disciplina, en un jonrón de la indecencia, deberíamos preocuparnos al extremo por lo que está sucediendo desde hace rato en nuestras escuelas e instituciones, en nuestros hogares y calles.
«Junto con las bolas se lanzan al vacío las tantas fisuras que hoy presentamos como nación en asignaturas vitales como Civismo y Educación», escribió hace unos días la Doctora en Ciencias de la Comunicación, mi colega Lisandra Gómez, para comentar un coro ofensivo nacido en el estadio principal de su provincia.
En esas y otras asignaturas tendremos que seguir buscando los elementos fundamentales y decisivos para intentar ganar un largo y complejo partido, en el que nos va la vida, por encima de los emocionantes play off que ya se avecinan, de curvas o cuadrangulares, grandes jugadas, bolas y strikes.