Han pasado varios años desde que presencié aquellas escenas agraviantes. Ocurrieron un domingo de verano y me llevaron a formular un «interrogatorio» a unos niños que se divertían a su modo en la Plaza de la Revolución bayamesa, lugar sagrado de Cuba, llamado todavía «parque» por algunos.
Había una congregación espontánea y el aguijonazo para que surgieran mis preguntas fue el retozo desproporcionado de esos pequeños en torno a la estatua de Carlos Manuel de Céspedes, Padre de la Patria.
Jugando a las escondidas (o al escondido, como se conoce en otros lugares), los muchachos subían y descendían la base de la escultura, acaso sin reparar en la gravedad de su esparcimiento inocente. Treparon, incluso, por encima de un jarrón hasta el peldaño que marca 1819, el año del nacimiento del patricio.
¿Con quiénes vinieron? ¿Por qué se suben ahí?, pregunté a los niños, los que tendrían entre diez y 11 años. «Andamos solos», respondieron. Entonces el aparentemente mayor convidó a sus amigos a bajarse del monumento, algo que fue aceptado por todos, aunque algunos lo hicieron a regañadientes.
Sin embargo, no había dado el secundario del reloj cinco vueltas cuando dos niñas y tres varones de menor edad ascendieron a la base de la estatua, una escalada que incluyó hasta ejercicios de acrobacia.
Fui de nuevo con las preguntas y me replicaron que sus progenitores estaban «cerca». «Por favor, bajen», les dije. Así lo hicieron, pero cuando me marchaba de la plaza, junto a mis tres hijos, quienes habían mirado el triste espectáculo, vi con desconsuelo a esos y a otros escaladores disfrutando sus subidas, con las consiguientes «tiradas». Observé más: algo similar sucedía en la estatua cercana de Perucho Figueredo, el autor de nuestro himno inmortal.
A la sazón escribí unos párrafos hablando de la necesidad de respetar nuestros símbolos y héroes, también del daño que nos trae la pasividad colectiva y cuán dañina puede ser la indulgencia de los padres.
Llegó la etapa de la pandemia y la obligatoria calma en la plaza amada. Mas, con la nueva normalidad, han vuelto los juegos, las travesuras y las carreras,
que no harían daño si no implicaran ocasionales ascensos a las esculturas de esos dos héroes magnánimos, aunque es cierto que más de una vez las autoridades del orden han actuado.
De modo que las líneas de antaño pudieran parecer escritas hoy porque tales juegos, capaces de provocar daños patrimoniales, siguen vivos, especialmente los fines de semana por la noche y siempre a la vista pública.
¿Tendrá que ocurrir un accidente —no lo quiera el destino— para tomar medidas drásticas? ¿Será que el respeto a los símbolos más sublimes sigue disminuyendo? ¿No se convertirán esos inocentes jugadores en futuros profanadores de la disciplina colectiva?
Duele que tales episodios acontezcan en Bayamo, cuna de estos dos fundadores de la nación. Pero si repasamos la cotidianidad de muchos otros sitios del país encontraremos otras muestras de irrespeto a símbolos, héroes o lugares públicos.
No podemos dejarlo todo a las «autoridades competentes». Desde la ciudadanía, la escuela y la familia, tendremos que seguir horadando, sin cansarnos ni sentirnos solos, sin creer que la decencia y el civismo son quimeras de soñadores quijotescos.