No leer no es un pecado. Tampoco constituyen delitos no escuchar música, no saber bailar, negar el placer de asistir al teatro o al cine, y rechazar el disfrute de una exposición o espectáculo de danza. Todo está sujeto al gusto personal, a la educación, al instinto, a las influencias recibidas y a la ductilidad de cada quien para dejarse guiar en cuanto a estética. Lo criticable es no reconocerlo, y pretender ser duchos en materias que se desconocen. Esos figurones de la cultura, esos y esas que van por la vida aparentando conocimientos que ignoran olímpicamente, además de ridículos, resultan patéticos. Porque no solo fingen, sino que se creen tan seguros, apertrechados de alguna cosita fijada con alfileres, que están convencidos de que nada ni nadie les quitará el velo.
Sin embargo, se les cae la máscara. Sin que se fuercen demasiado los tornillos, la careta se desploma en algún momento. Las costuras ceden sin remedio, porque no es posible que una pose dure por mucho tiempo. Las apariencias tienen obsolescencia programada, igual que las lavadoras y los tractores. Puede suceder que Fulana, anunciada como conocedora de la obra de Carpentier, por ejemplo, confunda a Esteban con Carlos. No es censurable que no haya leído El siglo de las luces, obvio, pero sí las ínfulas de Fulana. Dan ganas de decirle: «Calladita te ves más bonita».
Hay varios mitos acerca de lo que debemos saber, por consiguiente, se genera vergüenza si se desconoce. Si no has leído Paradiso, si no has visto Casablanca, si nunca contemplaste a Alicia en Carmen, si no conoces el orden de Rayuela, si no te desmayaste con Cien años de soledad ni con La montaña mágica, si no bailaste con El buey cansa’o, si no… es un largo y condenatorio etcétera que puede llegar a avergonzarte.
Es sano escuchar consejos, sugerencias y opiniones de quienes más saben (casi siempre todos los demás saben mucho, de verdad), pero no es justo dejarse apabullar por pedagogías basadas en cánones. El gusto personal se impone, y cada uno de nosotros va conformando su propia colección
de preferencias, de modo que seamos capaces de expresar aquello que nos provoca placer o, por el contrario, rechazo. Para llegar a ese punto, antes hay que conocer de qué se habla; hay que transitar por la experiencia en carne propia, y no repetir como papagayos lo que dicen los demás. Es preferible proclamar que tal libro nos parece aburridísimo, que cierta música nos lastima, que no compartimos la tesis de Esperancejo, el muy afamado cineasta, o sencillamente que no conocemos de qué se está debatiendo, antes de fingir conocimientos. Y aquí cito frases que he escuchado: «Cortázar fue tronco de escritor romántico», «Cinema Paradiso es una comedia», «La torre de Eiffel no está tan inclinada como dicen por ahí», «Martí dijo que Cuba y Puerto Rico son de un pájaro las dos alas» (sic).
Hablando en plata: Es mejor ponerse rojo una vez, que amarillo muchas veces. Desconocer no debe ser vergonzoso. Aparentar una cultura que no se tiene, para impresionar a los demás, sí.
(Tomado de La Jiribilla)