Dentro de todo el debate nacional sobre los precios, los nuevos actores económicos, los novedosos servicios y la autonomía empresarial… y todos los etcéteras posibles, habría que poner en un lado bien visible el asunto de la protección al consumidor. ¿Les suena el tema?
Cualquiera diría que es algo secundario, para resolver en un momento de mejores condiciones. Otros serían más directos, más tajantes, mucho más claros: no harían nada o dirían que sí, pero al final dejarían todo como está, en la zona de la violación de precios, de pesaje fraudulento, de inocuidad alimentaria, en el limbo de dejar flotar las quejas… En fin, no precisamente en la mar, que siempre es grato mirarla.
Ya fuera la Tarea Ordenamiento o cualquier otro proceso dirigido a transformar la economía cubana, de inicio esas acciones tendrían que lidiar con la problemática de hacer valer los derechos de los consumidores, algo definido por el Che dentro de los criterios de calidad de los servicios en el socialismo, como el respeto al pueblo. Así de contundente.
Con el tiempo, esa formulación se ha reiterado hasta la saciedad en pancartas, diplomas, tarjetas, cuadros, carteles, afiches y murales, pero en la práctica muchas veces se ha olvidado. Una de las pruebas de ese conflicto, y de los sufrimientos que ha generado, se puede encontrar en el millar de quejas recibidas en los medios de prensa a lo largo de estos años.
Revísese la sección Acuse de Recibo en JR, para no ir muy lejos, y se tendrá una amplia evidencia documental. La lectura de esas inconformidades indicaría, entre otras tantas aristas, el modo en que la mala calidad de los servicios se ha respaldado por una gestión empresarial muy vertical, enfocada en cumplir planes productivos y de venta sin tener en cuenta la verdadera satisfacción a los clientes.
Entre sus tantas expresiones, uno de los resultados de esa «torcedura» ha sido la creación de una cultura de la no calidad en amplias zonas de la ciudadanía, donde los derechos de los consumidores sufren el peligro del escamoteo en aras de obtener ganancias rápidas y al menor costo posible.
Busquen con calma y esos conflictos aparecerán enseguida, en ciertas áreas privadas y en unas cuantas estatales: desde el trato no adecuado (chambonería incluida) hasta productos y servicios dudosos (panes, por poner un ejemplo, con telitas de jamón, o vasos de agua con azúcar y cierto colorante para hacerlo parecer jugo natural o refresco).
A decir verdad, estas problemáticas no son exclusivas de Cuba. En otros países, en distintos momentos de su historia se han vivido experiencias similares ante los secuestros de la calidad por parte de empresas privadas, muchas de esas no tan pequeñas.
La respuesta a esas situaciones derivó desde el siglo XX (y sobre todo a partir de 1960), en un cúmulo de denuncias ante los tribunales y medios de prensa, protestas públicas, la creación de organizaciones y movimientos, y hasta fuertes legislaciones encaminadas a resguardar esos derechos de la ciudadanía.
En Cuba, la actual situación inflacionaria ha acentuado aún más ese conflicto, a pesar de la voluntad explícita del Gobierno de apoyar el reclamo ciudadano. Una de esas presiones se encuentra en la falta de mecanismos de control, jurídicos y populares, o su conocimiento por parte de la población para frenar ese mal y llevarlo a sus mínimas expresiones.
Quizá, en futuro que ojalá no sea muy lejano, este pudiera ser un tema de la agenda legislativa del país. Lo recomendable, si eso ocurriera, es que sea tan público y debatido como el actual Código de las Familias. Porque la verdadera y efectiva protección a los consumidores es, por un lado, un medidor de salud económica. Pero por otro, una prueba palpable de respeto a la salud y el bienestar de las personas. Casi nada. Para no decir que es bastante.