Cuando escribí en mi perfil en Facebook la breve y triste historia de una palmita desmelenada y fea después de ser «podada» por trabajadores de Servicios Comunales, varias personas de otras regiones de la geografía nacional contaron las suyas, en la brevedad que suelen tener los comentarios de las publicaciones en esa red social o un mensaje por chat.
¡Y yo pensando que lo mío era una «exclusividad»! Pero resulta que no: árboles y arbustos por casi toda la Isla corren similar mala suerte. Una práctica que, de tan generalizada y de larga data, hizo que en 1996 se dictara una disposición al respecto, pues, según se reconoce en unos de sus «por cuanto», la intensidad de la poda y tala de árboles en zonas urbanas «se incrementa significativamente sin tener en cuenta las normas técnicas para estos efectos». Y ahí siguen, como si no existieran ni la disposición ni las normas.
La misma ordenanza indica que los trabajos de poda deberán ser realizados por personas cualificadas, que «deben conocer las necesidades y la biología de las distintas especies, así como las normas de seguridad que deben aplicar en los trabajos». Y que «es esencial usar en cada caso la técnica de poda adecuada, ya que una operación incorrecta puede causar daños que permanecerán en el árbol durante el resto de su vida, comprometiendo su estructura y salud».
El día que desguazaron la palmita aquella, le pregunté al jefe del grupo de Comunales cómo permitía que hicieran semejante cosa. Su respuesta fue que ellos saben lo que hacen, y además «las pencas esas les pueden sacar un ojo mientras desyerban alrededor». Ni responderle pude, porque me dio la espalda.
Esos pulmones por los que las ciudades respiran y con los que lucen tan hermosas debieran ser, especialmente para esos obreros, como sus propios hijos, porque fueron ellos u otros de la misma empresa quienes los plantaron. Lo lógico sería que ellos, más que nadie, los cuidaran o, al menos, no los dañaran.
Recuerdo hace varios años la imagen aquella de las pipas anegando el terreno donde iban a plantar la palmita de mi historia y un raudal de ellas y de otras especies. Y un ejército de trabajadores abriendo huecos, sembrando, fertilizando con tierra vegetal traída en camiones desde el otro extremo de la ciudad. Todo costó, incluyendo el esfuerzo y el salario devengado por quienes ejecutaron esa tarea, que pertenecen a un sector necesario, pero no precisamente productivo.
Cuando intentas llegar a otras esencias del asunto hay siempre en las respuestas de algunos directivos el mal sabor de las justificaciones absurdas, como esa de «¿Qué más se le puede pedir a un personal que, generalmente, son contratados por la única razón de que necesitan empleo?».
Me resisto a creer, hablando de un oficio tan necesario como es mantener bellas las áreas verdes de las ciudades, que no exista nadie con vocación; que no se puedan formar brigadas especializadas para esas labores, y no solo en espacios de gran distinción que bien lo merecen, como las plazas de la Revolución en cada provincia.
Pero si contratas a alguien, le pones un machete en la mano y le dices: «Tu área es tal y pa´lante», no se puede pedir otra cosa que una palmita desmelenada, un árbol sufrido, un césped crudamente desmochado…
Esa realidad no me la estoy inventando, y puede que no sea la regla, pero me atrevo a decir que tampoco es excepción. Por ejemplo, el «Ruso» —así le dicen en su barrio a un chico de 19 años que es trabajador de Comunales— se cansó de la vendedera clandestina y decidió emplearse en una entidad estatal. El trámite no demoró: le leyeron sus deberes y al otro día ya andaba, machete en mano, desguazando jardines.
Dice que ha ido cogiéndole la vuelta, pero que de eso aún no sabe mucho y le gustaría aprender, incluso llevar un uniforme o algo que le dé identidad y le haga sentir más importante, porque él no se acompleja porque sepan dónde trabaja y que no es lo bastante bien que pagan lo único que le interesa de su labor.
No es la primera vez que el asunto asoma en estas mismas páginas. «Plantar un árbol y no cuidarlo es un cumplimiento falso e irresponsable. Es botar dinero y sembrar deformaciones, indiferencias e insensibilidad» (Como muertos sin dolientes, Juventud Rebelde, 25 de mayo de 2019). Y ahí siguen la chapucería, la irresponsabilidad y la falta de incentivos, hasta que esos que hoy desmelenan y chapean sin medida ni clemencia, sientan pasión por lo que hacen y lo sepan hacer.