En el barrio donde vive, los vecinos lamentan que Nicolás no se haya reservado para la ancianidad una buena tajada de su antiguo buen carácter. ¿Lo dirán porque ahora, con sus 83 almanaques a cuestas, es un vejete cascarrabias que rezonga entre dientes y mira de soslayo? Algunos murmuran que es su propia familia —con sus regaños habituales y sus prohibiciones absurdas— la que lo ha puesto así de hosco.
«¡Mira lo que hiciste por ser tan descuidado, chico!», lo reprenden por una simpleza los hijos, las hijas, los yernos, las nueras… ¡los nietos! Cuando las amonestaciones se tornan insoportables, Nicolás masculla bajito un improperio y se va por ahí a rumiar su melancolía. Su mente es un avispero de dudas y confusión. «Para ellos soy un trasto inservible», dice para sí, mientras camina calle abajo.
Nicolás no tiene idea de hasta cuándo se va a extender ese conflicto generacional, en el que lleva siempre la peor parte. Si al menos viviera su esposa… ¡Ella sí que sabía entenderlo! En 60 años de matrimonio aprendieron hasta adivinarse el pensamiento. ¿Cómo entonces no iba a ser él divertido y chivador? Pero —¡ay!— ella murió hace una década y Nicolás quedó solo de espíritu, aunque no de compañía.
Ahora (sobre) vive bajo el mismo techo con hijos e hijas, todos casados y con descendencia. Cierto: no le falta nada material. Los suyos se esmeran para que se alimente bien y a su hora, se tome las medicinas para la diabetes y la presión, ande limpio y afeitado, cobre su chequera el día que le corresponde y duerma como un bendito. En honor a la verdad, sería un ingrato si no reconociera esas cosas buenas.
Sin embargo, se le encoge la autoestima cada vez que sus hijas le sueltan en ráfagas las advertencias que tanto le molestan, ridículas y humillantes para una persona de su edad: «No te quiero ver más en compañía de ese viejo borrachín… No te demores en el dichoso dominó… Córtate ahora mismo las uñas de los pies… Enjabónate bien la espalda… No camines por el medio de la calle… ¡Papá!».
En más de una oportunidad, Nicolás ha montado en cólera. «¡Al diablo todo el mundo! Déjenme tranquilo, que ya no soy un niño», estalla cuando la parentela comienza con la regañina de todos los días. Entonces, enojadísimo, toma las de Villadiego y no se detiene hasta su banco favorito en el parque municipal. «¡Ahhh qué papá este, Dios mío, ya no hay quién pueda con él!», escucha decir a sus espaldas.
En el parque refresca la perreta junto a sus amigos de la tercera edad. Hablan de la situación, de pelota y de cuanto se les ocurre. Nicolás se siente allí otra persona y desahoga las penas que lo traen en ascuas. Y curioso: a los otros les ocurre casi lo mismo: en casa se sienten queridos, cuidados, atendidos… ¡pero sin comprensión! Jubilados B, bromea uno de ellos: «Ve al mercado, ve a la bodega, ve al estanquillo… ¡Llegar a viejo es lo último!», dice, y todos ríen.
Al rato culmina la tertulia en el parque. Es casi mediodía, hora de almorzar. Nicolás se despide de sus amigos y emprende lentamente el regreso al ¿hogar? Llovizna levemente. Cruza una calle y, a pesar de sus precauciones, se enfanga uno de los zapatos. En la sala de su casa lo aguarda su hija mayor con una reprimenda por haber salido sin el paraguas y por entrar sin limpiarse antes los pies.
Va hasta su cama y se acuesta. Ahora el regaño es por no haber quitado primero la sobrecama. Pide llegarse a la esquina a buscar un tabaco y no se lo permiten. «¡Abuelo, no fumes másssssss…!», le vociferan. Tampoco lo autorizan a buscar a su nietecita a la escuela. «Y dale para el baño, que se te enfría el agua», le ordenan.
Nicolás suspira hondo, se incorpora, camina a pasitos, arrastra los pies… Luego se vuelve a sentar en el borde de la cama y se abraza a la nostalgia. Mira fijamente un retrato en medio de su soledad. Y lagrimea. «Pero, ¿ahora qué es lo que quieres, papá?», le pregunta, airada, su hija menor. Y él, a toda voz, responde: «¡Comprensión, carajo! ¡Quiero comprensión!».