Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Secuelas de los descuidos

Autor:

Juan Morales Agüero

Un matrimonio amigo anda últimamente de capa caída. La causa de la angustia no es la pérfida COVID-19 ni los precios de ciertos productos. Tampoco el transporte público ni las colas para los módulos. Es David, su hijo menor, de apenas cuatro añitos. Alguien, negligentemente, dejó abierto el apartamento (en un segundo piso), el niño vio las puertas abiertas (la frase popular viene de maravillas), salió hasta el rellano, quiso bajar unos escalones y… ¡ya usted sabe!

Salió bien, con un bracito fracturado y unos empellones en el rostro. Las caídas por las escaleras suelen ser fatales. Lo hemos visto muchas veces en películas y en series. Pero quienes suspendieron en el examen de conducta fueron él y ella: es decir, la pareja. ¿Cómo explicar esa puerta abierta donde hay un niño pequeño, obstinado del encierro? ¿Cómo justificar un descuido así, a todas luces injustificable?

Hace poco supe de un corre-corre similar. La mamá compró cloro para la desinfección y lo envasó en un pomo plástico que en algún momento tuvo refresco. Pero, en lugar de colocarlo en un lugar seguro, lo puso debajo del lavadero. Un rato más tarde, la mirada curiosa del nené de la casa descubrió el frasco, lo tomó, lo abrió, se lo llevó a la boca y tragó. Después fue la gritería, el hospital, la tragedia…  Un mal rato difícil de olvidar.

 ¿Alguien es capaz de cuestionar lo previsible de una situación semejante? Los accidentes figuran entre las primeras causas de muerte para niños en edad prescolar y escolar. Tienen que ver con balcones abiertos, cables eléctricos desnudos, tomacorrientes destapados, combustible sin proteger, tijeras mal puestas, medicamentos fuera de lugar, acceso libre a la calle, empinar cometas, criar palomas sobre las placas… ¿Cuántos se hubieran evitado con medidas de seguridad?

Por cuestiones  «accidentales»,  el Estado
desembolsa cada año sumas enormes. El albañil que cayó de lo alto de un andamio por no tomar precauciones; el motorista que sufrió fracturas craneales por no ponerse el casco; el chofer que se estrelló por conducir a exceso de velocidad…

No son las arcas estatales las únicas que sufren las consecuencias de estos hechos. Lo peor es el drama familiar. ¿Imagina alguien en qué infierno de culpa vivirá para siempre una pareja cuyo pequeñín falleció accidentalmente?

Pero no son estos accidentes los únicos que pueden hacer trizas la tranquilidad familiar. Ligerezas «accidentales» hay que pueden pagarse muy caras en estos tiempos de pandemia. Se juega la vida quien, irresponsablemente, sale a la calle sin nasobuco o no mantiene una distancia prudencial con respecto a otras personas. Se arriesga sin necesidad quien no se lava frecuentemente las manos, no se las desinfecta o se niega de plano a vacunarse.

Prevenir es muchísimo mejor que curar. Hay circunstancias en que ni siquiera con todos los sentidos en estado de alerta podemos sortear la ocurrencia de eventualidades lamentables, lo mismo en el hogar que puertas afuera.

Se trata de probabilidades cuando la persona presenta una exposición al riesgo. Pero en otras sobrevienen porque el exceso de confianza consigue triunfar sobre la sensatez. 

Cuando hay menores en la casa, las medidas de seguridad y la atención deben potenciarse. Conozco a la madre de una chica de cinco años que siempre dice: «Mientras la siento jugar, estoy tranquila. Mi alarma se dispara cuando no la escucho. ¡Algo peligroso está haciendo! Y casi nunca me equivoco».

Conocer y prever siempre será mejor. En fin de cuentas, y como asegura una frase del sector de la Salud, los accidentes no son ni tan inevitables, ni tan accidentales.

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