Como era de esperar, el 15N quedó apenas en 15NO. Aquí no hay mucho que «inventar» en materia de gestas particulares. En Cuba, cada hoja de almanaque viene impresa con la marca de la honra verdadera y, pese a los golpes, las trampas, las cobardías, los errores propios y los peligrosos juegos virtuales de los vende almas, aún cosechamos buenos frutos gracias a aquella certeza martiana de —se ha luchado tanto— que nuestros árboles llevan un muerto debajo.
Así que no, en el folio de la Historia no hay espacio para algo llamado 15N. La página del 15 de noviembre está «ocupada» desde hace 126 años por una joya patriótica: la creación del Himno Invasor. Otra música, a otra parte.
El relato es conocido: ese día de 1895 Maceo detuvo la marcha de su tropa invasora en la finca La Matilde, ubicada en la zona camagüeyana de Najasa y antigua propiedad de José Ramón Simoni, el padre de Amalia, el suegro de El Mayor. En efecto, pasaban por un santuario pero, al recorrerlo, los mambises hallaron en una ventana blanca y azul —cual mancha a las franjas de nuestra bandera— unos versos hispanos que ofendían la causa abierta por Céspedes, de modo que el comandante Enrique Loynaz del Castillo recibió el encargo de plasmar una respuesta a la altura.
El patriota, que cinco años más tarde vería multiplicados sus sensibles genes con el nacimiento de su hija Dulce María, cumplió y mostró el pedido a Maceo, quien enseguida lo adoptó como himno de combate de la columna.
La estampa está llena de guiños para hoy. Loynaz del Castillo era entonces un jovencito de 24 años que tenía en su historial haberle salvado la vida en Costa Rica nada menos que al mismísimo Titán de Bronce.
Muchos años después de las emociones en La Matilde, el autor recordaría que en los versos del Himno Invasor tuvo el cuidado de «…no avivar innecesarios odios». Por el contrario, el canto y la asunción de aquella obra convocaban a unir, como había hecho el Maestro, a los viejos guerreros de 1868 con los nuevos retoños independentistas. Honraban, no denigraban, a quienes plantaron las primeras huellas de pie o caballo en la manigua y abrazaban a quienes seguían, contra el invasor, la senda de sus mayores.
Coronando aquel abanico de generaciones estaba, en sus «redondos» 50, el horcón de Baraguá, pleno, maduro, lleno de cicatrices y lauros feroces. «¡Quítele mi nombre —dijo ante la idea de Enrique de titular la pieza como Canto a Maceo—. Será el Himno Invasor!». El hijo de Mariana sabía perfectamente qué era lo importante y dónde habitaba la gloria. «Con la invasión llegó a Mantua», contaría más tarde, sobre el Himno, Loynaz del Castillo.
«De Martí la memoria adorada/ nuestras vidas ofrenda al amor/ y nos guía la fúlgida espada/ de Maceo, el caudillo invasor», dice una estrofa que no acepta el empaño.
¡Eso sí es una marcha! Su arreglo estuvo a cargo de un Aguilera de estirpe: Dositeo, el capitán mambí que dirigía la banda de música de la columna. Con aquellos acordes —y de fondo los cortantes aceros como criolla percusión— hubo en lo adelante mucho «baile» contra el enemigo.
Cuando al borde de la trocha de Júcaro a Morón Maceo alcanzó a Máximo Gómez, su par invasor y el mejor especialista en marchas que haya conocido la nación cubana, el Viejo severo fue sorprendido por la música nueva y el coro distinto —solo en apariencias— de aquellas voces estentóreas más hechas para gritar «¡Al machete!».
A fines de un mes de agosto, 63 años después, al Che Guevara y a su hermano Camilo Cienfuegos no les resultaba distante el valor que infundía el Himno compuesto por Loynaz del Castillo para reeditar otra invasión, otra marcha, por su patria.
Ahora, Cuba dijo 15NO: estos pacifistas inverosímiles que intentan borrar la nación no caben en nuestra Historia. No son «mambises» perdidos en el marabuzal de la época, sino nuevos guerrilleros del imperio neocolonial. Son el cuerpo de volunteers de un imperio que, en crímenes, hace palidecer la crueldad de cualquier régimen colonial y que no se conformaría con ejecutar estudiantes de Medicina: ya ha demostrado que quiere matar a la medicina misma.
El amo ha encargado a estos agentes aquello que un día William Randolph Hearst pidiera a un corresponsal en La Habana: mande… que yo pongo la guerra.
Han ensayado con todos los modelos en sus probetas: los puros violentos, los supuestos «mártires» de estómago, los intelectuales de intelecto cuestionable que tropiezan con fechas más grandes que ellos. Como si, para frenarlos, no bastaran cubanos concretos, este lunes fueron opacados por el espíritu de un Himno escrito a la vera de un Titán.
Suficientes noes para un día. En su marcha sin piernas, no tienen hoja de ruta creíble porque no saben de dónde arrancamos todos. No conocen los compases del arrojo, no entienden el mapa de heridas del hombre de Baraguá ni han comprendido su frase en aquel mangal. ¡Qué pena que, a estas alturas, haya cubanos que no se entiendan con Antonio Maceo!