El panorama alimentario nacional comienza a desinhibir sus alicaídas papilas gustativas. Cierto, los cambios no son espectaculares. Tampoco auguran para cuándo podremos aflojarnos el cinturón. Realmente falta aún para que las cazuelas sonrían y los comensales aplaudan. Pero, como dice el refrán, ¡del lobo, un pelo! Algo ya hay para comprar. Por lo menos están apareciendo los productos agrícolas.
El mercado es un tema trillado en el discurso público. Sus precios excesivos y especulativos afrentan la sensibilidad. Se atajan, pero reaparecen multiplicados, como las cabezas de la mitológica hidra. Frijol, tomate y malanga tienen rango de pepitas de oro. Y ni hablar de la carne de cerdo. No obstante, en ocasiones contenemos el aliento y cedemos. No solo de granos, hortalizas y tubérculos vive el hombre.
Pero hoy quiero referirme a otro asunto, también vinculado con el ambiente «mercaderil», y excúsenme la palabreja. Se relaciona con la ética y la estética, factores imprescindibles para que el acto de vender y comprar no resulte (tan) embarazoso para quien vende ni (tan) traumático para quien compra. Incomoda que en la Cuba actual este binomio casi nunca coincida.
La ética tiene conexiones con el respeto y la moral, valores inherentes al comportamiento humano. Los vendedores deberían exhibirla desde que alguien se arrima a su mostrador, poco importa si es para mirar o para comprar. En el primer caso, ¿qué cuesta saludar al recién llegado, responder a una pregunta o dar una explicación? Y sobre lo segundo, en la báscula, además del peso del producto adquirido, se define también en cuánto se cotiza allí la onza de vergüenza.
Lo otro tiene que ver con la presentación de los productos comercializados. A pesar de sus altos precios, muchos se ofertan en lamentable estado de suciedad. Ni proveedores ni vendedores se molestan en quitarles la tierra de encima a los boniatos, yucas y cebollinos, por ejemplo. Saben que como lleguen a mercados y placitas, tendrán demanda. Así, van directo del surco al saco. De nada sirve reclamar. Aquí no vale aquello de «el cliente siempre tiene la razón».
En el territorio tunero descuellan ejemplos de cómo pueden ofertarse productos agrícolas con un nivel de presentación atractivo y decoroso. Un modelo es la popular cooperativa Mercazona, que en sus puntos de venta muestra no solamente variedad e higiene, sino también voluntad estética. El ají, el tomate y el pimiento se proponen en bolsitas de nailon selladas. En embalaje similar introducen productos distintos. Aplican la misma técnica con los encurtidos y hasta con las tajadas de melón, para el que no pueda comprarlo entero.
En otros mercados, una anomalía frecuente ocurre con los productos que se deterioran como consecuencia de permanecer varios días en exposición. No entiendo cómo una frutabomba venida a menos pueda valer igual que una sana, cuando lo sensato es que exista diferenciación en sus precios. Esos aprendices de mercaderes prefieren perder la fruta antes que rebajarla.
Siempre he escuchado decir que las crisis económicas generan crisis de valores. Cuba no está exenta de los problemas que afectan al mundo. A sus embates se suma el bloqueo más atroz que haya sufrido nación alguna en la historia de la humanidad. En estas circunstancias, no es extraño que la decencia de algunos se resienta y sus conductas se quiebren.
Estamos en el deber de solucionar de una vez las deficiencias que nos incumben. Muchas son provocadas por la insensibilidad y otras por la irresponsabilidad. No hay derecho a tolerarlas ni a mantenerlas. El pueblo, que ha convertido el estoicismo y el compromiso en su carta de presentación, lo exige.