¿Por qué hacemos las cosas? ¿Qué nos impulsa, qué nos mueve? ¿Por qué defendemos algo, ardorosa, tenazmente? ¿Dónde ponemos el músculo, el latido, la vida? Llega un momento en que nos hacemos esas preguntas. Caen sobre el techo como una granizada. No puedes evitarlas.
Una sociedad muere un poco cada vez que se asoma a disposiciones arcaicas que han perdido todo sentido, al rescate de supuestas tradiciones ya convertidas en cenizas y sin real sustento, a reuniones infértiles (clones unas de otras); a controles que nada controlan, al burocratismo tenaz para el cual el papel es el sumun y las gestiones en pos de él, un bendecido martirio.
Nos hundimos en las arenas de la quietud, de la lentitud, de la terquedad. Hemos tomado tantas veces, el gato por la liebre, el lema por la convicción, el silencio por la fidelidad. Durante mucho tiempo se han confundido las manos levantadas con la unanimidad verdadera.
¿Qué circunstancias nos han hecho parir, convivir, persistir en tales mecanismos?
El formalismo es una de la formas metamorfoseadas de la mentira, es un motor de descreimientos, un macabro distractor. Deberíamos huir de él como perseguidos por perros rabiosos, desterrar el vacío de sentido, el tributo a la apariencia y el hacer las cosas por cumplir, sin que estas ni rocen ni penetren ni importen.
Las instituciones nacieron para servir a las personas, no las personas para servir a las instituciones. Hay muchos que deberían repetírselo y repetírselo hasta que les cale. Es una verdad de Perogrullo que naufraga en un mar de papeles. Aquí mismo, en este periódico, hemos leído ejemplos absurdos que ni las difíciles circunstancias de una pandemia, han logrado conmover.
Las circunstancias pueden arrinconarte, noquearte, ponerte al límite. En el momento más desolador de mi vida, la muerte de mi madre, un añejo caballero se ofreció a despedir el duelo. Le agradecí como pude, pero no podía permitirlo. Yo mismo saqué las palabras del subsuelo. Despedir una vida jamás puede ser un acto formal.
El formalismo nos ataca desde muchos flancos. Toma la caricatura de los hechos como si fueran los hechos mismos. Le gustan los números, mas no su envés. Prefiere el maquillaje, la fachada. Se diluye en largos, larguísimos informes a los que se les tira un discreto bostezo, en encuestas de tres por kilo queriendo pasar por indagaciones serias, y en contraste, ignora investigaciones brillantes que se agotan en la misma discusión de un título universitario y cuyo destino es la gaveta.
El formalismo suele andar sobre ruedas. Le urge una larga caminata Cuba adentro, porque ha perdido el sentido de palabras como comunidad y barrio, las menciona mas no suele tocar el temple de su gente ni los baches de sus calles.
Cuba es hija de la resistencia, es hija del cimarronaje. Sus héroes ilustres, sus creadores, sus ciudadanos son el río perpetuo que fluye bajo nuestras plantas, el agua que nos reta y nos alienta. A ellos no es posible esquivarles las respuestas de ¿por qué hacemos las cosas? ¿Qué nos impulsa, qué nos mueve? ¿Por qué defendemos algo, ardorosa, tenazmente? ¿Dónde ponemos el músculo, el latido, la vida?