Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Un virus con sabor a papel  

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

La respuesta, como se dice, se cae de la mata; pero el problema, a pesar de las obviedades, es digno de plantearlo hasta la saciedad: ¿Hasta qué punto es legítimo y saludable exigir un certificado médico en medio de un fuerte rebrote de COVID-19?

Semanas atrás esa reflexión se hacía en un hogar en Ciego de Ávila cuando se vieron en la necesidad de gestionar con toda urgencia un certificado para un familiar enfermo de cáncer y sometido a quimioterapia. El amable aviso llegó por teléfono: era impostergable que presentaran el documento para pagarle la asistencia social. De lo contrario no se podía hacer nada. Así no más.

Quedaron en ascuas. El problema, elevado al cuadrado en este caso, es que ellos viven en una comunidad rural y la capital provincial tenía los accesos cerrados ante el peligro de propagación de la epidemia.

¿Qué hacer? (¡Ayúdame, Freud!). No quedó más remedio que llamar a una amistad, casi familia, que vive en la ciudad. «Vete a casa del médico y luego entrega el certificado en el trabajo… Sí, chico, sé que hay COVID-19, pero qué tú quieres. Lo pidieron. Dale, vuela».

Bajo un sol inclemente, el amigo se plantó delante de la casa del galeno. Voceó cuatro o cinco veces: «¡Doctor, doctor…!». Al cabo de unos minutos salió la esposa del médico: «Usted viene por el certificado, ¿verdad?». «Sí, señora, el del paciente con cáncer».

La mujer abrió la boca en un gesto de aprobación. Asintió varias veces con la cabeza, mostró una sonrisa y entró. Al momento apareció de nuevo en el portal. Puso una mano sobre los ojos a modo de visera para protegerse del resplandor, y avisó: «El doctor tiene síntomas… Todavía no hay resultado del test y pregunta si aun así se llevará el certificado».

El visitante levantó la vista al cielo y empezó a rascarse la cabeza. («No hay manera —recordó la voz del familiar por teléfono—: hay que entregarlo». «Ciego de Ávila: mil casos en el día de ayer», anunció el doctor Durán. «Mantenga la distancia, no salga de casa», dicen por la radio. «Ciego, provincia más afectada en Cuba», lee en Twitter. «Ayer murió el marido de Estela; no dio tiempo a nada», oyó en el barrio…). «Sí —dijo el hombre—. Me llevo el certificado».

Media hora después, el doctor apareció con sus mascarillas. El visitante abrió una jaba de nailon e indicó: «Échelo aquí, médico. Sin pena». «Yo me lavé las manos —advirtió el galeno mientras introducía el documento—. Lo escribí todo con los nasobucos puestos, pero usted sabe cómo son esas cosas». Movió la cabeza: «No entiendo por qué piden este papel en medio de esta situación». El amigo humanitario encogió los hombros: «Yo tampoco, doctor».

Al día siguiente la jefa del Personal que había pedido el documento apareció en la puerta de su oficina. Vio una jaba de nailon que le mostraban desde la entrada y lanzó una exclamación de alegría: «¡Ay, el certificado!». Y avanzó con una sonrisa triunfante: «¡Al fin!».

Cuando faltaban unos milímetros para que sus dedos tocaran el envase, otra sonrisa la paralizó: «El médico parece que tiene COVID». Los labios se estiraron más. «Usted sabe: a lo mejor el papelito está lleno de coronavirus». Los ojos de la mujer se movieron inquietos. Tragó en seco: «Es que sin el certificado no se le puede pagar», murmuró.

El visitante puso cara de indulgencia y estiró el brazo con amabilidad: «Pues aquí lo tienen». La mujer respiró hondo. Mientras se despedía, el familiar hizo unas preguntas: «¿Ya vieron el parte? ¿Cuántos confirmados tuvo Ciego hoy?». La mujer balbuceó: «No sé, no lo vi… Unos cuantos».

A centímetros de su cuerpo, colgada de la punta de las uñas, la jabita se balanceaba con toda inocencia. El hombre la señaló con el dedo, abrió la mano en señal de despedida, volvió a apuntar y dijo: «Cuídense mucho».

Días más tarde, en la casa del enfermo, todavía se hacían una pregunta: «¿Habrán usado el certificado?». Con todas las certezas de este mundo, la familia completa aún lo duda.

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