Si hubiese un listado con diez mandamientos para usar las redes sociales digitales, el primero debiera ser No odiarás. O No propagarás hiel, que es lo mismo. Es increíble la cantidad de tiempo y energía que la gente invierte en denostar, discriminar, deshumanizar, segregar, estigmatizar, silenciar, linchar y poner de bajón a otros.
Llevo días azorado con los espectáculos de horror que he visto en timelines de Twitter, cajas de comentarios o muros de Facebook. Hordas, algunas con avatares anónimos o ilusoriamente fabricados, arremeten sin piedad contra ¿una foto, un mensaje, un video, un texto, un filme…?, creo que contra quien lo postea o asume su autoría; de los cuales a veces olvidamos que son como nosotros: seres humanos.
Semanas atrás, bots y usuarios españoles vilipendiaron a la joven Luna (blanca y rubia), voluntaria de la Cruz Roja, por abrazar y calmar a un chico (negro) inmigrante recién llegado de la frontera, durante los días de la crisis migratoria con Rabat. El instintivo acto de Luna fue satanizado en telediarios, foros y por partidos políticos de extrema derecha, lo que ocasionó que la muchacha terminara cerrando sus redes sociales y huyera de la lapidación virtual. ¿Habrá exacerbado aquel abrazo las maledicencias y enconos interiores de muchos?
Gloria Pires, la actriz brasileña que los cubanos recuerdan por su caracterización de la insufrible villana María de Fátima en la telenovela Vale Todo —y que disfrutamos en el papel de Beatriz Rangel en el actual culebrón foráneo Mujeres ambiciosas—, fue criticada con perfidia, incluso por sus seguidores, por colocar en las redes sociales una foto luciendo sus níveas canas. ¿No tienen derecho a envejecer las mujeres y sentirse orgullosas por ello?
Cecilia Nazzari, madre de Aurora Sosa, la niña uruguaya con una afección que le impide caminar y que se recupera con fe en una institución hospitalaria de Cuba, ha sufrido una constante persecución en Twitter por mostrarse agradecida y orgullosa de este país y de su sistema de salud público.
Cecilia, consternada por la abyección de quienes, como mínimo, la tildaron de lamebotas del Gobierno cubano y la amenazaron con agravios que ninguna mujer debería escuchar, escribió en la red de los trinos: «Pobres las personas que dedican su tiempo a destilar odio y ni por un segundo se ponen felices de que una niña pueda acceder a una rehabilitación que mejore su calidad de vida. Personas así no construyen, destruyen».
¿Hasta dónde es capaz de reinar la animadversión en el universo sociodigital? ¿Y la empatía cuándo aparecerá? ¿Y el respeto (fíjese que no digo aceptación o tolerancia) a las diferencias?
He buscado cómo se refieren decenas de académicos a este fenómeno espantoso. Algunos artículos lo llaman discursos de odio. O ciberacoso, ciberodio. Pero el punto de contacto de todas las acepciones es el propósito siniestro de quien lo ejecuta, el placer que siente al regar su poquito (a veces demasiado hasta el hartazgo) de malquerencia, la calcinante necesidad de decir algo con la intencionalidad de humillar, oprimir o excluir y de acallar voces que no se ajustan a su sentir o parecer.
Entre las particularidades que aceleran su conversión en una potencial debacle con mucho daño por hacer aún, Iginio Gagliardone, Danit Gal, Thiago Alves y Gabriela Martínez (Countering Online Hate Speech. Programme in Comparative Media Law and Policy, University of Oxford, 2015) identifican a la sobreabundancia comunicativa, la descentralización de la comunicación, el efecto multiplicador de las redes sociales, la permanencia de los contenidos, la itinerancia entre diferentes plataformas, el uso de seudónimos, el anonimato y la transnacionalidad como desafíos que se deben afrontar en relación con los discursos de odio.
Muy interesante resulta que los expertos consideran a los odiadores o haters encadenados a un mal mayor: acaso la proliferación en el mundo de grupos extremistas, de colectivos fundamentalistas y agrupaciones fascistoides, de retóricas enconadas y violentas, están incidiendo en que esos personajillos también lleven las prácticas poco cívicas de sus íconos a las plataformas de socialización digital.
Entre tanta ojeriza y execración, prefiero refugiarme en las cosas bonitas. Por ejemplo, la poesía. Dice la volcánica uruguaya Idea Vilariño: «Dónde el sueño cumplido/ y dónde el loco amor/ que todos/ o que algunos/ siempre/ tras la serena máscara/ pedimos de rodillas».