A finales de febrero, Cienfuegos volvió a ajustarse el cinturón ante la inminencia de un rebrote de COVID-19. El cierre de los comercios a las dos de la tarde, el regreso de los alumnos a las clases en el hogar y la restricción de movilidad entre las siete de la noche y las cinco de la mañana fueron parte de la estrategia para volver a frenar el coronavirus.
Pero ha habido relajación social y confianza infundada entre los que consideran que aprender a vivir con la enfermedad es ignorar el contagio y sus consecuencias. Así, la limitación de movimiento ya no la interpretan como permanecer en los predios del hogar.
Las cuadras están más animadas que nunca. Los abuelos ponen sus sillones en las aceras, y con el fresco en el rostro (sin que medie el nasobuco) esperan la tarde-noche al son del balance.
En los barrios más distantes del centro de la ciudad la actividad física al aire libre no ha cesado, a pesar de estar explícitamente prohibida. Lo peor es que la practican niños, adolescentes y jóvenes en ligas improvisadas de fútbol y béisbol con anuencia de los padres, y hasta de las organizaciones de masas de la comunidad.
Contemos también entre estos comportamientos absurdos el dominó de esquina, con sus cuatro jugadores y el tumulto de curiosos; la botella compartida para animar las datas y las tertulias de madrugada en las aceras, con el nasobuco en la barbilla o colgando de una oreja, metido en el bolsillo o como molino alrededor de un dedo.
Esto acontece a diario en Cienfuegos, y bien puede ser el caso de cualquier punto del territorio nacional. Parece que las cifras todavía no pesan lo suficiente. En un año de pandemia, solo en la Perla del Sur más de un centenar de niños han padecido la enfermedad.
La contraparte de esta historia corresponde al personal de Salud, que sigue en riesgo constante por salvar a los mismos que jugaron a la ruleta rusa en la calle. También en los jóvenes voluntarios en centros de aislamiento, y los que levantan la agricultura por la soberanía alimentaria que se necesita en estos tiempos.
Este no es un discurso que por repetido pierda valor. Es una realidad que merece ser contada a gritos, traducida para los pequeños que no son conscientes del peligro invisible del virus, para los padres que ceden ante la fatiga pandémica y para los adultos que han dejado de creer, aunque el millar de contagios los golpee en la cara cada jornada.
Esta pandemia tiene altos costos para nuestro caimán cercado por el bloqueo. Solo en Cienfuegos el enfrentamiento a la enfermedad y la atención a sospechosos, contactos y casos confirmados requirió más de 31 millones de pesos en el primer trimestre de este año, que tal vez no duelen en el bolsillo del pueblo, porque esa atención la reciben gratuita, pero pesa en el presupuesto estatal a costa de otras necesidades y crece al mismo ritmo en que estamos siendo tan imprudentes.
Entonces, ¿quién mueve ese dominó indolente, en el que solo gana el virus a costa de lo que es de todos? ¿Qué esperamos para plantarnos si el único modo de ganarle esta data es dejar de prestarnos para su macabro juego?