Desde hace rato crece entre nosotros una mala yerba que está tornando demasiado agreste los terrenos de nuestras vidas. Se extiende del barrio a las gradas, de un rincón a plena calle. Y, sobre todo, se ha enraizado con fuerza en las famosas redes sociales, en las que no faltan aires de chancleta. Me refiero a la ofensa.
Las diferencias sobre un simple juego de béisbol, las discrepancias sobre si un artista es superior a otro, los votos a favor o en contra de una nueva disposición, los desencuentros sobre una postura política son «resueltos» muchas veces con las más increíbles agresiones verbales a nuestros semejantes.
A veces, para injuriar, se acude a la mención de una región geográfica; en otras, al físico del agredido(a); en innumerables oportunidades a las palabrotas que no caben en este texto periodístico. Y no faltan, incluso, los trapos sucios vinculados a otro tiempo.
Otras técnicas famosas para insultar son cambiar el sexo del interlocutor, nombrar a la persona con apelativos de animales, citar su vejez, acudir al «estúpido, imbécil, zoquete, mongo...».
Es como si para el posible triunfo en una discusión hiciera falta vestirse con traje de guapería o lanzar el agravio más grande; es como si el argumento hubiese sido aplastado por la fuerza de la vulgaridad.
Ahora, a raíz de los play off de la pelota cubana, cualquiera que se asome a las redes verá improperios asombrosos contra atletas o técnicos, esos mismos que nos han traído incontables emociones en una época signada por numerosas complejidades, incluidas las derivadas de la pandemia del nuevo coronavirus.
Cómo no elogiar, por ejemplo, la tremenda temporada ofensiva de Lisbán Correa, con sus 28 cuadrangulares; o la fabulosa hazaña de César Prieto, quien fue capaz de establecer el récord de 45 partidos seguidos bateando de hit. Esos son dos de nuestros deportistas que merecen la reverencia, el respeto y el elogio, y que lamentablemente recibieron algunas críticas destructivas porque no rindieron como querían en los partidos de postemporada.
Es que, incluso, peloteros que han hecho grandes actuaciones sobre el box o «descosido» la bola con sus batazos también han sido vilipendiados porque unos pocos (o muchos) se creen dioses con el poder de blasfemar a diestra y siniestra.
Pudiera parecer un problema menor al que no se le debe hacer swing para no poncharnos con un mal lanzamiento. Pero probablemente sea peor permanecer indiferentes ante esos dardos, que erosionan el sueño colectivo de lograr un país culto, en el cual la virtud cívica debería estar en primer orden.
Pudiera parecer un problema menor si tales actitudes no se tradujeran, al final, en agresiones físicas —como ha sucedido a lo largo de varios años—, o en los conocidos coros de groserías que escuchamos por radio y televisión, dignos de olvidar.
Por supuesto que estas líneas ni siquiera atenuarán mágicamente el problema, ni crearán un manantial de decencia que limpiará tales vicios. Esbozan una sencilla reflexión que asegura que se puede polemizar sin agraviar, criticar sin herir, refutar sin demeritar.
Al respecto, cierro con la anécdota del cocinero de un comedor obrero, donde yo solía almorzar. Él aseguró que le haría un «fuego a piedras» a un lanzador equis por cada actuación mala en el box. Solo le respondí: «¿Te imaginas cuantos peñascos te hubieran llovido si cada vez que tú nos haces un almuerzo desabrido hiciéramos lo mismo que tú estás diciendo?». El hombre se encogió de hombros y apenas atinó a comentar: «Me llevaste recio, me mataste, pero tienes la razón».