Asomarse a la ruta de su vida es como un choque. Saber que aquel hombre de la cama de espuma y el manjar en el plato murió en soledad y pobreza provoca inevitablemente un torbellino en los ojos o un salto en el alma.
Quien viaje desde su casa señorial de Bayamo hasta los barrancos desolados de San Lorenzo —en los que fue ultimado el 27 de febrero de 1874—, entenderá mejor el sacrificio de su existencia y dirá latiendo: ¡Qué extraordinario!
En sus semanas finales le decía a su cocinero que le preparara una sopa de lechuza y no se acomplejaba por eso. Traía los zapatos de yagua y el pantalón raído, pero alzaba la frente ante todos.
Cómo no admirar a ese ser humano que habiendo sido Presidente, Iniciador, Padre de la Patria, Héroe… dedicaba sus horas, en un lejano paraje, a impartir clases a unos pocos niños y a hablar sobre los principios que deben regir a una nación, comenzando por el civismo.
Cómo no hacer la reverencia al que ya había perdido casi la vista, tenía un brazo semilisiado, caminaba con los dolores clavados en el pecho —por las incomprensiones de sus antiguos subordinados o la separación de la familia— y aún así creía que podía hacer mucho por Cuba.
Cómo no reverenciar al que un día escribió a su esposa después de toparse con el oleaje de las costas cubanas: «Presencié el espectáculo de la marea después de tres años y medio que dejé de verlo en La Demajagua. Él me trajo a la memoria, entre otros recuerdos, mi antiguo estado de señor de esclavos, en que todo se me sobraba; lo comparé con este en que ahora me veo pobre, falto de todo, esclavo de innumerables señores, pero libre del yugo de la tiranía española, y eso me bastó: prefiero mi actual estado».
Dejado sin escolta, arrojado a un destino fatal fácil de adivinar, aquejado de constantes dolores de cabeza por las trampas que le colocaron en el camino, podía haber odiado a sus semejantes. Sin embargo, andaba, como él mismo decía, con la conciencia tranquila y esperando a ser juzgado por el tiempo.
Supo ceder en Guáimaro, donde no fue aceptada su bandera ni varias de sus concepciones, y lo hizo para que flotara un estandarte más grande: el de la unidad en torno a la independencia nacional. Aceptó una deposición que no se merecía, a pesar de sus yerros, y siempre mantuvo el concepto de que por él no se derramaría sangre en nuestra tierra.
«Te habías despojado de todo por tus ideas. Eso, Padre, es lo más importante», dijo una vez Eusebio Leal, y en esa sentencia se resume una historia en la que la inmolación por Cuba estuvo en primer orden.
El día en que dediquemos una película sentida a Carlos Manuel Perfecto del Carmen de Céspedes y López del Castillo, con varios pasajes estremecedores, tendremos un testimonio para reflexionar y llorar, para palpitar y amar, para comprender mejor la entereza de otros como él, que nos despertaron para siempre.
El día en que hayamos estudiado suficientemente su obra, querremos más a este país, que él ayudó a forjar, más allá del grito en su antiguo ingenio azucarero. Y podremos derrotar el odio, aquilatar mejor el valor de la libertad y la grandeza de la palabra Patria.