La nostalgia es nuestra máquina del tiempo. Es la patria íntima, el aguafuerte de la memoria, el óleo que preserva intacto aquello que se fue, pero que nos negamos a despedir. La nostalgia es el eterno renacimiento. Allí todo se puede, incluso tender mi mano pequeña y que vuelva La Feria, que regresen las luces, que salga a desmandarme.
¿Cuántas veces soñé con crecer para subir a la estrella gigante, mientras debía conformarme y cabalgar un caballito de carrusel? ¿Cuántas veces miré al cielo, al molino temerario, al globo del amor? ¿Cómo pude mover el timón de aquellas ruedas asidas a una estera, hasta que nos pusimos de cabeza?
Me la desquitaba de lo que no podía en los «carritos locos». Locos de remate. La risa se desbordaba en mí cuando montaba esos intentos de autos en miniatura que iban a salirse del carrill. Y te subía, inevitable, la cosquilla, una mitad de susto, otra mitad de euforia. Luego corría, corría siempre, subía corriendo las escalerillas hasta los columpios. Columpios como botes. Y a navegar en el aire, a remar con los brazos, a volar…
No escuchaba ningún reclamo, ninguna llamada al orden. Era mi momento.
Un día me perdí en La Feria, en nuestro humilde parque de atracciones, en ese espacio que ocupa hoy la Plaza de la Revolución Antonio Maceo. He tomado la máquina del tiempo. Mira…, le dije a Esther, mi hermana, y sin pensar dos veces, me lancé hacia las luces de allá, hacia algún lugar, por sobre el terreno de arcilla y grava. Es un vago recuerdo, es un recuerdo extraño, de cuando el mundo es breve, de cuando todo es grande.
¡Las que habrá pasado mi hermana por mis diabluras¡ Tal vez en la distancia, en la metáfora del tiempo, pudiera inventarme una disculpa. No lo haré. Si pudiera correr a mi niñez, si pudiera, volvería a soltarme, a perderme, a correr… solo para sentir las manos salvadoras de mi madre.
La niñez es un pedazo intocable de la nostalgia. Ese lugar donde todos están, todavía.
Ahora que correr, que simplemente caminar, se ha vuelto un lujo; que hacerlo al aire libre es imposible para tantos; que el rostro ha de guardarse hasta mañana… uno anda, desanda los caminos interiores, se sienta en los recodos, va cruzando despacio las cascadas.
Ahora que los abrazos son un riesgo, uno repasa cuántos se nos quedaron, cuántas veces los dimos por sentados, cuántos nos faltan.
Hoy deslicé la mano en la aspereza, por el muro, por los ladrillos rojos. Las piedras en su mutismo estoico, en su vigilia eterna, siempre nos dicen más de lo que vemos. Hoy me fui a una esquina de Santiago a encontrarme con aquellos añejos, indomables, insomnes aparatos de feria. Ninguno en este mundo danza como ellos. Cruzo el puente para verlos de cerca y también me contemplan en silencio, con su mirada en extinción, con la certeza del sobreviviente. ¿Habrán reconocido al niño que se esconde, que aún se quiere lanzar hacia las luces, a remar en el aire?
El bote, el globo, el carrusel, el carro loco. Juro que si no fuera por estos chicos que andan cerca, si no fuera por la infernal pandemia, sobre esos hierros viejos hubiera dado un beso.