Si los estudiosos de la opinión pública hicieran un listado de los temas más recurrentes en Cuba durante los últimos 20 o 30 años, de seguro que uno de esos sería una pregunta bien concisa y directa: «Bueno, ¿y qué? ¿El salario alcanza?».
Hecha en todos los tonos y matices posibles, desde hace mucho tiempo esa interrogante envuelve la vida nacional; y ahora vuelve a adquirir relevancia con el disparo de arrancada de la Tarea Ordenamiento. El tema se ha convertido en uno de los indicadores más concretos para conocer la efectividad o no de los cambios en la economía cubana a lo largo de los años.
Decimos esto porque, a juzgar por los enunciados y las disposiciones legales, lo que se vive hoy (con su no poca carga de debate incluida) es un intento de superar viejas distorsiones, algunas asumidas como normales debido a la presencia que han tenido por mucho tiempo, y con ello darle un vuelco para bien a la economía y a la cotidianidad de los cubanos.
Quizá una de esas torceduras más complejas fue la dejada por los días más duros del período especial, cuando se sobrevivió a una crisis muy profunda, pero con unos ingresos de bajo poder adquisitivo. De acuerdo con distintas investigaciones realizadas en el país, ese conflicto se ha graficado en una estructura de consumo en el cual, como promedio, entre el 60 y el 80 por ciento de los ingresos percibidos en una familia se dirigen hacia la compra de alimentos.
Si a esa contabilidad se le añaden otros costos (llámense aseo o electricidad), entonces la aritmética de la economía doméstica se aprieta aún más, y con ello la incapacidad de acceder a otras opciones de consumo. Por eso, entre otras razones, la relación consumo-ingresos personales es hoy uno de los focos en la aritmética popular.
Una familia de economistas jubilados apegados a su vocación llevaron a punta de lápiz (bien afilada y para tener una contabilidad certificada) los gastos domésticos en el transcurso del pasado mes. Entre las conclusiones finales estuvo que la vieja dinámica de gastos permanecía en el nuevo escenario.
¿Será posible cambiar la lógica de esa matemática? Dicen que soñar no cuesta nada. El asunto, recuerdan a menudo, es al despertar; pero en la unión del sueño con la realidad se cumplen y superan los desafíos.
Aspirar, por ejemplo, a que se puedan comprar los alimentos del mes y contar con el margen necesario para otras necesidades, llámese comprar zapatos o navegar en internet, o ir al teatro, o al cine, o visitar otra ciudad, aunque solo sea un fin de semana…
Pudieran parecer temas triviales (al menos al oído suenan bien); sin embargo, no son preguntas ociosas si se meditan en clave de desarrollo nacional y calidad de vida familiar, ese otro pan que alimenta los PIB de las economías sostenibles, como recordaba el matrimonio de economistas. Porque el asunto no es solo de satisfacciones individuales, algo ya muy importante. El tema señala, también, la capacidad del Estado de lograr los encadenamientos coherentes entre el mercado interno del país y la producción nacional en sectores como la industria ligera y la gama de servicios que se pudiera ofertar a la población.
Esa es una de las líneas que definen varias cuestiones también muy decisivas en el actual debate con los precios. De hecho sería poco recomendable solucionar el costo de las ofertas de alimentos para tropezar al final con la misma piedra y repetir la herencia dejada por el período especial, la cual tiene, entre sus peligros, el de entorpecer la capitalización de entidades nacionales desde el mercado que debieran atender.
Precisamente, y si se mira hacia el futuro, entre las zonas que no se deberían dejar a un lado para lograr el necesario y deseado «tiro correcto» de la Tarea Ordenamiento, se encuentra esa delicada relación entre el consumo nacional (en su más amplia acepción) y la capacidad adquisitiva de los ingresos personales. Pues no solo de pan viven las personas. Ni mucho menos (así lo indica la vida) la señora economía.