Hay una enorme diferencia entre la justicia social y la «justicia telefónica», por más que la revolución tecnológica en el campo de la comunicación móvil cambie tan radicalmente la vida humana, como para que algunos sostengan que vivimos un verdadero cambio antropológico.
La diferencia entre ambos conceptos —el de justicia social y telefónica, repito— es tan abismal, que mientras la primera es un derecho humano elemental y constituye, por tanto, una responsabilidad de los Estados su garantía, la segunda solo puede servir para facilitarlo, sobre todo cuando el principio —que es lo esencial—, se ignora, olvida o distorsiona.
Lo anterior es un asunto de fondo en Cuba, donde solo a algún coro mediático se le ocurre manipular —por ingenuidad o interés y para beneficios ajenos—, la vocación justiciera del proyecto socialista nacido de la Revolución de 1959.
Las disquisiciones anteriores las provocó una llamada telefónica, con la «noticia» de que una familia en desventaja social del país acaba de cobrar su primer monto de protección monetaria del Estado revolucionario tras el inicio de la reforma monetaria, cambiaria y salarial.
Imagino que no faltará quien piense que no hay novedad alguna en lo que llamo «primicia», porque son miles los núcleos que en el país habrán recibido parecida protección. Lo político y socialmente revelador, sin embargo, es la forma en que dicha familia llegó a recibir dicho amparo.
Aunque su condición de vulnerabilidad está a ojos vista, sobre todo para quienes tengan «ojos para ver», en su entorno más cercano, el caso de esta familia no apareció, con previsión, en el estudio que orientó el Gobierno, barrio por barrio, antes de la arrancada de la llamada Tarea Ordenamiento.
Un político sensitivo leyó una referencia tangencial en un diario, seguidamente llamó al periodista para recabar datos exactos…, al parecer ocurrieron otros telefonazos…, después de lo cual una comitiva municipal se presentó en casa de los ancianos, y acaba de hacérsele justicia a la política social de la Revolución.
Este sería otro caso, entre tantos denunciados en las columnas de nuestros periódicos, en los que la «influencia política» —sana, oportuna y certeramente ejercida—, socorre a la política misma, para bendición del proyecto socialista.
Bienvenido el happy ending, pero la pregunta que sigue es ¿qué ocurriría si el periodista no se entera de la historia, si hubiese decidido no mencionarla en un diario nacional, o si ningún dirigente a esa u otra escala se conmueve con la referencia? ¿Cuál sería ahora mismo la situación económica de esos ancianos en medio del cachumbambé de precios que enfrentamos?
El anterior es otro clásico de la distancia que se interpone —y no es una referencia a la vieja canción— entre el diseño planteado y la práctica política y económica. Dicha tendencia fue remarcada en el reciente tú a tú entre el Gobierno nacional y las autoridades de todos los territorios del archipiélago. Si no le ponemos coto juega poderosamente en contra del éxito de las transformaciones.
Una cosa es la autonomía para la toma de decisiones que favorezcan el desarrollo local y la autogestión del bienestar, dejando atrás los verticalismos paralizantes, y otra muy distinta virarle la espalda, desoír o desconocer los preceptos sin los cuales la Revolución misma dejaría de ser.
Para que las reformas monetaria, cambiaria y salarial, o cualquier otro de los cambios estructurales profundos en marcha, nos lleven hacia más socialismo, nadie en este país puede quedar desamparado. En política no se puede digerir o corporizar socialmente un principio como una consigna.
Y hay otros ámbitos de la sensibilidad social y concepción humanista de la Revolución en los que esto último asoma su oreja peluda. Algunas de sus expresiones fueron denunciadas hasta por la Controlaría General de la República, por ejemplo, en la entrega de subsidios estatales a las familias más pobres, donde no faltaron tampoco sinsabores y corruptelas.
Por ello es tan importante subrayar, como lo ha hecho el General de Ejército Raúl Castro Ruz, Primer Secretario del Comité Central del Partido, que los dirigentes de hoy y las generaciones de líderes revolucionarios del mañana, junto a las instituciones y organizaciones, deben tener el oído pegado a la tierra, que en nada se parece a esa actitud de algunos de «tirar el cable a tierra», o de intentar situar el cable en la sintonía de su conveniencia.
Si aceptáramos esto último, tendríamos —como presumo de un formidable reportaje de la periodista Haydée León Moya—, que pedalear toda la vida con la ineptitud contrarrevolucionaria de la burocracia. Entonces nunca pararían los teléfonos.